Mamushka

Capítulo Primero

Oscurecía en un rincón del conurbano.

  La luz que hasta ese momento llenaba el saloncito de la casa empezaba a empobrecerse cada vez más, y para el momento en que el sol apenas mostraba su cabeza por el horizonte todo estaba casi completamente sumido en la oscuridad. El ventanal abierto de par en par ya no cumplía su propósito de iluminar el sillón tapizado en cuerina negra, por lo que la silueta hasta ese momento inmóvil sobre él se removió un poco. Una mano ensombrecida hasta parecer parda tanteó la tecla de una lámpara sobre la mesita a un lado del sillón, pero sin poder alcanzarlo desistió en su tarea, y en su lugar dejó caer deliberadamente un libro de tapa dura, que golpeó el suelo con un ruido sordo.

  El silencio de la habitación se extendió por toda la casa, y la calma reinó en el ambiente. El fantasma de unas risas provenientes de los chicos que jugaban en la vereda llegó hasta el salón muy difuminado, e inclusive el constante repiqueteo del reloj en la pared parecía sonar por encima de cualquier cosa. Aquella casita estaba pegada a la vereda y a la calle en general, y no contaba con patio y era muy chica, pero de igual forma conseguía aislarse de todo cuanto había alrededor. Era una tranquilidad pesada, a la que uno le costaba acostumbrarse.

  En el centro del salón en penumbras, un suspiro incómodo escapó desde el sillón.

  —Qué paja.

  Joaquín Acosta no se estiró a levantar la mediocre novela romántica que estaba leyendo, y ni siquiera intentó levantarse él mismo del sillón. Igual no llegaba a ver nada aunque quisiera seguir leyendo, y la verdad era que no quería. Creía saberse el final de la historia sin realmente haberla leído, y él siempre había preferido leer lo que se desarrollaba en medio de las historias mucho más que el final que hubiese elegido darle el autor. Los finales eran tristes. Todos ellos, y lo eran porque ahí terminaban: nada seguía, y todo moría. Era un pensamiento quizá algo poético si uno se parase a considerarlo, pero Joaquín ni lo intentó. Estaba demasiado concentrado intentando no pensar en nada como para poder pensar en algo.

  Pese a ser relativamente tarde, todavía no tenía hambre, y como su único instrumento para distraerse se hallaba arrugado en el suelo mirándolo, Joaquín no pudo más que perderse en las nebulosas corrientes de su mente, recordando remotamente el pasado.

  Al hacerlo, se dio cuenta que no podía recordar cuándo fue la última vez que aquella casa rezumó alegría. Dado que desde antes incluso que sus viejos fallecieran hacía unos siete años, no hubo nada como una reunión familiar o algo parecido. Quizá en otro tiempo, en uno donde Joaquín todavía traía amigos a casa y se la pasaba coleccionando figuritas, existieron unos padres casados y felices, pero él no los recordaba, como a la mayoría de su niñez. Raro. Era increíble cómo el cerebro humano suprimía algunos recuerdos y realzaba otros, sin aparente motivo. El suyo más o menos había obviado la mayoría de su infancia y las imágenes más felices que había visto de sus padres, y había resaltado como con tinta fosforescente el recuerdo de cuando lo llamó un policía una madrugada de sábado, barboteando algo acerca de un accidente vehicular y un volante fuera de control. Recordaba incluso que el llamado lo había sacado de la cama, y que estaba bastante enojado con el pobre tipo por haberlo despertado. Recordaba la sensación de sus pies descalzos sobre la fría cerámica de la cocina, el barullo que hacían los perros de la cuadra en su usual coro nocturno de ladridos y la tranquilidad del salón, una igual a esa en la que ahora se hallaba inmerso. Pensó que podría ser la misma tranquilidad, que había permanecido los últimos años envolviendo la casa.

  La misma mano que había dejado caer el libro rebuscó cerca de la base del sillón, de donde agarró lo que buscaba. Una botella relativamente chica de whisky nacional y barato, apenas empezada. Desenroscó la tapa y le dio un sorbo brusco. El asqueroso líquido inmediatamente le quemó la garganta y él tosió un poco. Después de haber dado una vuelta por el pasado se sentía obligado a embotar sus sentidos en pos de no dejarse volver a hacerlo por un tiempo. Se empeñó en tomar un poco más y luego de unos cuantos traguitos más se sintió aceptable. Joaquín siempre había sido muy débil en su relación con el alcohol, lo que en su adolescencia odiaba por provocar las bromas de sus amigos y actualmente agradecía por permitirle llenarse de ese calor líquido mucho más tiempo con una sola botella. Era una cadena suave en la que se obligaba a envolverse bastante seguido, cuyo falso calor lo llenaba de manera exigua. Era insuficiente para una persona, se podría decir, para una persona racional. Pero Joaquín no pensaba, o mejor dicho, se había cansado de hacerlo, por lo que en sí la bebida era suficiente.

  Lo que no era suficiente era lo que había alrededor. Por más mareado o borracho que estuviese todo seguía igual. A veces algo le llamaba la atención, pero no duraba mucho. Los saludos que daba y recibía cuando salía eran iguales, él se veía igual, y los demás también, lo mismo que las calles y edificios. Joaquín se repetía que no era suficiente lo que veía, olía o sentía, pero no sabía qué era lo que finalmente le parecería suficiente. Sonaría bastante tonto si se dijese en voz alta, inclusive melodramático, pero no podía evitarlo. Se dijo que no necesariamente estuviese deseando algo, pero el hecho de llamar insuficiente a la realidad lo delataba. ¿Qué sería suficiente entonces? ¿Era él un integrante más de la nueva sociedad deprimida?




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