Mañana te Olvidaré

Capítulo II

(Narrador)

 

La mañana era cálida y lucía un cielo despejado. Por la calle venía caminando una bella joven de largos cabellos rubios y ojos de color negro. Con su mano derecha sostenía el maletín del colegio mientras la izquierda se apoyaba permanentemente sobre los audífonos que llevaba puestos. Iba sumida en la historia que las canciones le proporcionaban, sentimientos de amor, desilusión y despecho que jamás había experimentado. A ratos cantaba, pero la esencia de su afición por la música radicaba en imaginar los escenarios y situaciones que ésta reproducía para ella.

Era el primer viernes del año lectivo, día dedicado a los deportes, en que se elegiría a los miembros de cada equipo. Su mañana favorita del año.

Desde pequeña tenía gran afición por los deportes, en especial por el fútbol. Jugaba con sus hermanos y le enseñaba estrategias al equipo de la escuela donde ellos estudiaban. También daba clases de karate los fines de semana, en la misma academia donde obtuviese años atrás su cinta negra. Poseía habilidades físicas innatas: impresionante resistencia, gran fuerza, y una determinación fuera de lo común. Todo esto la hacía invencible dentro de la lid deportiva, pero se convertía en un obstáculo para el trato común con sus semejantes. A pesar de lo bonita que era, con su grácil silueta y sus finas facciones, el carácter que ostentaba era bastante tosco. Carecía del sentido de la feminidad que sus compañeras desbordaban, por lo que tanto sus movimientos como sus palabras eran perceptiblemente masculinos.

Sus mejores amigas en el salón eran Renata e Iriana. A ambas las conocía desde el tercer grado de la escuela, cuando la trasladaron desde un centro educativo religioso por golpear a un niño durante la clase de catecismo. Tan pronto arribó al nuevo grupo una estela de temor invadió a todos y los hizo renuentes de acercarse a ella. Con su actitud tan calmada y silenciosa daba la impresión de que estallaría en cualquier momento. Cuando una niña le hablaba era amable con ella y hasta sonreía, pero a la mínima provocación de un niño se lanzaba sobre él para agredirlo. Este comportamiento la llevó varias veces frente al escritorio de la rectora, que no dejaba de advertirle acerca de las consecuencias a las que se exponía si no controlaba apropiadamente su ira.

El deporte era una sublimación para Vanessa, una manera de utilizar su instinto agresivo con fines productivos y socialmente aceptables. Era la capitana del equipo femenino de fútbol, la mejor jugadora, la goleadora en cada torneo. Todos los reconocimientos que recibió fueron haciéndola temida y respetada por los varones que la rodeaban. En cuanto a las mujeres, la consideraban una de sus mayores referentes junto a Renata e Iriana, líderes todas del movimiento feminista del colegio.

Distante y hermosa, como cada mañana, caminaba las doce cuadras que separaban su casa del colegio mientras escuchaba música y se desentendía del resto del mundo. La brisa soplaba a su alrededor, a ratos levantándole la falda azul y desarreglándole el cabello que traía suelto y cayéndole por la espalda. Lucía tranquila e imperturbable, como si nada pudiese romper el equilibrio de sus emociones.

- ¿Quién anda ahí? – preguntó al sentir que la seguían.

Sus ojos negros giraban de un lado al otro, y acabó por quitarse los audífonos para distinguir los sonidos.

- Hoy tenemos deportes asi que usamos pantalones cortos, no te servirá de nada el espejo en el zapato – dijo en un tono de molestia -. ¡Ve a mirarle los calzones a tu abuela!

- Eh… soy yo – apareció tras un árbol la silueta de otra jovencita.

Salió a paso lento y esbozando una sonrisa llena de nerviosismo. Su cabello negro sobre los hombros se adornaba con dos lacitos azules, uno a cada lado de la cabeza. Sus ojos castaños eran apacibles y estaban llenos de una luz que los hacía verse más grandes de lo que eran en verdad.

Vanessa bajó la guardia y en sus mejillas el rubor hizo que se colorearan. Se trataba de Iriana.

- Creí que era…

- Sí, ya sé – sonrió la recién llegada -. Pensaste que era Damian.

Avanzaron juntas. Iriana iba cantando alegremente por las calles, deteniéndose a dar vueltas o a oler las flores que iba encontrando en la vereda. Vanessa la observaba de reojo y en silencio, pensando todavía en su error de percepción. Había olvidado que la radio de su teléfono móvil continuaba encendida, que los audífonos repartían música inaudible al medio ambiente. Lo había olvidado todo a excepción del nombre que Iriana le pronunció.

Damian era desde el inicio un ser incomprensible para Vanessa. Mientras los niños “normales” huían de su compañía Damian gustaba en hacer lo contrario. Se acercaba casi cada día, desde aquel lunes en el tercer grado, a darle una flor y arrodillarse para darle un beso en el dorso de la mano derecha. Ella contestaba cada vez de la misma manera, estrellando uno de sus libros sobre la cabeza del chico. No imaginaba sin embargo que un día él no cumpliera con la religiosa rutina de buscar humillación y rechazo. Se había acostumbrado a su presencia, aunque aseguraba detestarla.




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