Mañana te Olvidaré

Capítulo XXVI (Final)

(Narrador)

 

A finales de diciembre la lluvia se volvía un visitante habitual. Todo empezaba con un cielo nublado, con un día triste y sin rayos de sol. La brisa desaparecía a veces, dejando un halo de neblina en su lugar, especialmente en horas de la mañana.

En las noches la calidez de la estación se combinaba con la oscuridad. Ni la luna ni las estrellas asomaban. La calle parecía un punto muerto a no ser por el transitar de los vehículos y la música suave sonando desde algún aparato de sonido.

Renata estaba asomada a la ventana en la madrugada anterior a la entrega de la investigación. El libro de doscientas páginas reposaba sobre el escritorio, bajo el título de “La larga espera”. Una novela. Eso es lo que originó el reto que Paulina le había puesto a principios del año lectivo. Importaba poco la calificación, menos la opinión. Había detalles íntimos en la historia aquella, pensamientos y la inocultable esperanza de quien ha aprendido a amar.

El amor -como constelación de emociones- podía ser más grande que el mismísimo universo. Como átomo de la motivación era en cambio la energía más simple, que nacía de pronto y no moría jamás. La eternidad. Ese vacío atemporal en donde los segundos y los milenios avanzaban igual de lento, igual de rápido.

Once años, treinta y dos, cientos de ellos. ¿Cuánto duraba un amor verdadero? ¿Cuánto la esperanza?, y ¿cuánto el olvido? El tiempo era el único tan sabio como para responder a las preguntas. Mientras las hojas se batieran al son de la brisa, mientras las estaciones vinieran y se marcharan, mientras las estrellas estuviesen fuera del alcance de la mano, existirían personas con las mismas dudas.

Eso era parte de la naturaleza humana.

Moonray era un humano también, lo había sido, y era el recuerdo de su humanidad lo que en parte lo ataba a éste mundo. En cierta medida se salvaba a sí mismo cada vez que encontraba una razón para continuar existiendo. Como cualquiera, para reconocerse necesitaba que alguien lo reflejara en sus ojos.

- ¿Soy yo? – escuchaba Renata en su cabeza. Otra vez el recuerdo -. No entiendo qué me hace especial.

El temido reencuentro se había dado una tarde del fin de semana, luego del entrenamiento previo al partido de campeonato femenino de fútbol. No se requirió convocarla, pues la sombra apareció justo frente a ella, materializándose por única ocasión con su forma e imagen reales. Era él, el mismo chico de cabellos negros y ojos de mirar sombrío. El aire alrededor se desvanecía, como si costase respirar a su vera.

- Te conozco de antes – dijo ella sin entender sus propias palabras. No se refería a la visión de la terraza, si no a un hecho de mayor antigüedad -. Pero ¿cómo?

- Es por eso que eres tú.

Sucedió durante el tercer grado. En un día de inusitada paz, silencio, y un cielo poblado de blancas nubes. La escuela servía –tras la hora de salida- como amparo provisional a los niños que esperaban a que sus familias los buscasen. Jugaban, corrían y gritaban sin notar la presencia de un ser que lloraba su soledad. Desde la vida, silencioso e invisible; en la muerte los ojos pasaban a través de sí, inmunes al triste destino de reconocer su existencia. Todo cuanto era dejaba de ser si se lo ignoraba, disolviéndose entre la indiferencia del universo y la ceguera de los demás seres. El peor castigo de un alma llegaba cuando se pensaba inservible, prescindible de constar en el registro de la creación. Nada tenía sentido. Ni vivir ni morir importaba, nada más que la espera de algo que a cada instante parecía más lejano.

Y entonces una mirada: “¿Por qué lloras?” – preguntó la niña. Los ojos de ambos se encontraron por brevísimos segundos, los de ella con ingenua curiosidad, los de él con incrédulo asombro.

Era para sí, la pregunta y la mirada. La forma en que ella volteó a verle nuevamente antes de desaparecer por el portón de la entrada. Alguien acababa de reconocerlo, de salvarlo del vacío de la inexistencia. Ya no era más un fantasma, nunca más.

“Soy el punto invisible que sólo tú puedes ver” – le dijo él un día. Es eso lo que la volvía especial. Se recostó en la cama y con la vista en el techo. El chico aquel, pálido y lúgubre como un cadáver, le había inspirado ese día una extraña necesidad de romper el silencio que sobre él se cernía. Era como ella misma un par de años atrás, a punto de morir, queriendo hacerlo.

- Nos salvamos unos a otros, como en una interminable cadena de irreconocible heroísmo. Quién diría que basta con una mirada para salvar una vida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.