“Algunos juguetes no son juguetes. Son archivos del dolor que no supimos nombrar.”
El día libre no amaneció. Se impuso.
Como una factura vencida.
Como la mirada de Jimena cuando me vio llorar en silencio la noche anterior.
Como el peso de saber que, aunque hoy no hay trabajo, no hay colegio, no hay jefas ni facturas…
el caos sigue ahí, dentro de mí.
Jimena me miró con esa intensidad que solo tienen los niños que han aprendido a leer el miedo en los silencios.
—Mamá —dijo, con la voz baja, como si temiera romper algo—, ¿puedes jugar conmigo?
No fue una petición.
Fue una oferta de rescate.
Y yo, que ya no tenía fuerzas para fingir que estaba bien, asentí.
Porque a veces, el único lugar donde puedes descansar es en el juego de tu hija…
aunque ese juego te exponga.
“Los niños no juegan. Revisitan. Repiten. Sanan… o se rompen otra vez.”
—Muñecas —dijo—. Y quiero que traigas a Lola.
Sentí un escalofrío.
No por el frío.
Por la memoria.
Lola.
La muñeca quemada.
La muñeca curada.
La muñeca que había vivido demasiado.
La muñeca que, en cierta forma, era yo.
“¿Cómo no se te olvida que se llama Lola?”
“Porque tú las llamas así. En tus sueños. A veces dices cosas como ‘Lo siento, Lola’ o ‘¿Tú también quisieras un amor bonito?’”
Me quedé quieta.
No por sorpresa.
Por vergüenza.
Porque mi hija no solo me ve caer.
Me escucha desmoronarme en sueños.
Y eso duele más que cualquier desalojo, cualquier traición, cualquier factura.
“Hoy no es un día de asueto. Es un juicio. Y yo soy la acusada.”
Así que saqué el cuaderno rojo.
El mismo donde escribí mi diario personal.
Entre sus páginas, guardadas como un secreto bien custodiado, estaba el cuento que escribí hace años:
“La muñeca Lola”.
Un cuento sobre amor, pérdida, y cómo a veces hay que dejar ir lo que amas para encontrar algo aún mejor.
Lo leí en voz alta.
No como una historia.
Como una confesión.
Jimena escuchó cada palabra como si fuera un hechizo antiguo.
Sus ojos brillaban.
Su boca se abría en “oh” pequeños.
Y de vez en cuando, acariciaba a Lola como si estuviera asegurándose de que seguía viva.
Cuando terminé, quedó callada.
Largo.
Tan largo que pensé que quizás no había entendido nada.
O que se había dormido con los ojos abiertos.
Hasta que dijo:
“Lola fue muy valiente.”
“Sí —respondí—. Fue muy valiente.”
“Y tú fuiste como ella?”
Miré a mi hija.
A mis manos.
A la muñeca chamuscada que ahora tenía una vida nueva, gracias a ella.
“A veces... sí. A veces soy como Lola. Me quemé un poco por el camino. Pero aprendí a seguir adelante. Aunque no siempre haya sido fácil.”
Jimena me abrazó.
Fuerte.
Como solo una niña puede abrazar.
Con ese tipo de fuerza que parece decir:
“Estoy aquí. Siempre estaré aquí.”
Pero en ese abrazo, no sentí alivio.
Sentí miedo.
Porque si mi hija ya sabe que soy como Lola…
entonces ya sabe que puedo romperme.
Y eso no es inocencia.
Es carga.
“Las madres no somos solo quienes cuidamos. Somos también quienes necesitamos ser escuchados… y eso nos aterra.”
—Yo también tengo miedo de que me dejen sola —susurró.
—Lo sé —le dije—. A veces yo también.
Y allí, en medio de juguetes esparcidos, muñecas rotas y un sol de tarde que entraba por la ventana como un invitado inesperado, comprendimos algo:
Que ambas éramos Lola.
Que ambos éramos Martín y Carolina.
Que ambas éramos la bebé recién llegada.
Que todas las historias eran nuestras.
Que el juego no era solo un juego.
Que las muñecas no eran solo muñecas.
Que a veces, contar una historia era comprenderlas.
Y que, aunque el mundo fuera un caos, teníamos un lugar seguro:
Nosotras mismas. Nuestra casa. Nuestro amor.
“Pero el amor no cura. Solo sostiene. Y a veces, sostener es suficiente… y a la vez, nunca lo es.”
Después de eso, hicimos galletas con forma de corazón (aunque algunas salieron más bien de alienígena).
Pintamos a Lola con marcadores (porque, según Jimena, “necesita colores nuevos”).
Fue un día bonito.
Un día lento.
Un día sin prisas.
Un día donde no tuvimos que ser madres perfectas, ni hijas perfectas.
Solo nosotras.
Y mientras veía a Jimena dormirse con Lola entre los brazos, supe que no importaba si el mundo era injusto, si las cuentas no cerraban o si mañana volviéramos a correr como gallinas sin cabeza.
Porque hoy, en este día de asueto, habíamos encontrado algo más importante que el tiempo perdido.
Habíamos encontrado el amor.
“Y eso, cariño... también puedes ser tú.”
Editado: 10.10.2025