“A veces, los niños no escriben cartas. Escriben diagnósticos disfrazados de inocencia.”
Esa tarde, la casa estaba en silencio.
Demasiado silencio.
El tipo de silencio que no es paz, sino vigilancia.
Me asomé al cuarto de Jimena.
No por curiosidad.
Por miedo.
Y ahí estaba.
Sentada en el suelo, rodeada de muñecas como si fueran testigos en un juicio.
Lola, con sus tatuajes de marcador.
La dormilona, con su vestido torcido.
La que ya no tenía brazos, envuelta en una bufanda como si fuera una reina herida.
—Todo bien, amor? —pregunté, con la voz más suave que pude.
—Shhh, mamá. Estamos escribiendo cartas.
—Cartas?
—Sí. A nuestros papás.
Sentí un nudo en la garganta.
No por la palabra “papás”.
Por la forma en que lo dijo:
como si ya supiera que el amor también duele.
🔥 Las cartas no son fantasía. Son confesiones disfrazadas
—¿Me ayudas a escribir, mamá? Yo les pregunto qué quieren decir y vos lo anotás. ¿Sí?
Asentí.
No por ternura.
Por culpa.
Porque en ese momento, supe que no estaba jugando.
Estaba procesando.
Y yo era la única que podía descifrar el código.
“Lola dice... que le da miedo tener un papá porque nunca tuvo uno. Pero que le gustaría que la viera bailar. Que a veces ensaya sola, sin música, solo con su corazón.”
Escribí.
Mi mano temblaba.
Porque Lola no era una muñeca.
Era yo.
Y Jimena ya lo sabía.
“La dormilona quiere decirle que no se acuerda de su cara. Pero que a veces sueña con alguien que la abraza sin que ella lo vea. Y le da calor. Aunque sea solo un sueño.”
Tragué saliva.
No por la tristeza.
Por la vergüenza.
Porque esa muñeca no soñaba con un padre.
Soñaba con mí.
Con la madre que a veces desaparece en el cansancio.
“La de la bufanda dice que no le guarda rencor. Que solo quiere saber si alguna vez pensó en ella. Porque ella piensa en él a veces. En la escuela, cuando todos dibujan a sus familias. Ella hace un dibujito con una silueta en blanco. Pero le pone un corazón.”
No pude hablar.
Solo escribí.
Porque si hablaba, se me rompía algo en la voz.
Y en ese silencio, entendí la peor verdad:
mi hija ya ha aprendido a amar desde la herida.
💀 La carta de Jimena no es inocencia. Es una advertencia
—Ahora la mía —dijo, con una seriedad que no le correspondía a sus seis años.
—Podés escribir lo que yo diga, como si fuera yo?
Asentí.
Y empezó:
“Hola, papá.
No sabía que te llamabas Andrés. Yo te había puesto otros nombres en mi cabeza, como Fantasma Bueno o Señor Invisible. Pero ahora ya sé que sos real. Y que hablás, y que tenés ojos, y que a veces te rascás la barba cuando estás nervioso.
Quiero que sepas que te perdono por no venir antes. Aunque me hubiera gustado que me vieras cuando aprendí a andar en bici. O cuando se me cayó el primer diente. O cuando lloré sola porque mamá no podía llevarme al festival.
No importa, ahora no sé si me vas a querer un montón. Porque mamá dice que soy buena queriendo.
Ah, y a Lola no le gusta el jugo de tomate.”
Cuando terminamos, Jimena dobló la carta, le hizo un dibujo de nube feliz y la metió en un sobre que encontró en mi cajón.
—Y ahora qué hacemos con ellas? —le pregunté.
—Nada —dijo, como si fuera lo más lógico del mundo—. Solo escribirlas ya es suficiente.
Y sí.
Tenía razón.
Porque no todas las palabras necesitan ser enviadas para sanar.
Algunas solo necesitan ser dichas.
Escritas.
Reconocidas.
Pero eso no alivia.
Solo confirma.
🩸 El cuerpo delata la tensión interna
Esa noche, mientras Jimena dormía con las cartas apiladas bajo su almohada, abrí el cuaderno rojo.
No escribí sueños.
Escribí confesiones:
“Hoy aprendí que los niños no necesitan entender cada palabra para comprender cada herida.
Y que a veces, cuando creemos que escondemos nuestras tristezas,
ellos ya las tienen archivadas en sus cuadernos invisibles.”
“Jimena no está jugando. Está diagnosticando.
Y en cada carta, me recuerda que mi caída ya tiene testigo.
Y que ese testigo es mi hija.”
“¿Y si mi mayor fracaso no es no haber podido sostener un techo…
sino haberle enseñado a mi hija que el amor también duele?”
🔚 Conclusión emocional (sin alivio)
No hay redención aquí.
Solo una madre que se enfrenta a la peor verdad:
su caída ya no es solo suya.
Porque en este mundo,
la verdadera pobreza no es la falta de techo.
Es la incapacidad de ofrecer inocencia a quien más te necesita.
“Hoy aprendí que las cartas que quizás nadie lea…
son las que más duelen.
Porque no están escritas para ser enviadas.
Están escritas para ser leídas por quien las escribió…
y por quien las provocó.”
Editado: 10.10.2025