Capítulo 33.5: A veces, quien más enseña no tiene título.
La cocina olía a leche quemada y silencio. Jimena dormía en el sofá, con Lola abrazada como si la muñeca pudiera protegerla de los sueños que aún no había tenido. Ángela entró sin hacer ruido. Se sentó frente a María Fernanda, que miraba el fregadero como si el agua sucia pudiera lavarle la culpa de no haber estado ahí cuando su hija subió a la escalera.
—¿Sabes? —dijo Ángela, doblando una servilleta con manos que ya no temblaban—. Yo también tuve una hija. Se llamaba Clara. Y era igualita a Jimena. Con esa curiosidad que no se calla ni cuando debe. Siempre queriendo tocar todo, preguntarlo todo, probarlo todo.
María Fernanda no levantó la vista. Solo apretó los labios hasta que el color desapareció.
—Cuando tenía cinco años, se subió a una escalera para ver qué había en la repisa alta. No fue una caída grande. Solo un golpe... que la condujo a la tumba. Pero yo no estaba allí. Estaba trabajando. Intentando resolver mis problemas de dinero con horas extras. Y cansada de luchar sola.
Ángela dejó el barquito de papel sobre la mesa. Miró hacia el cuarto donde dormía Jimena.
—Pero vos sí estabas. Y no solo básicamente. Estabas emocionalmente. Eso es lo que marca la diferencia.
María Fernanda tragó saliva. —A veces no sé si soy suficiente.
—Ninguna lo sabe —dijo Ángela, con voz tan suave que casi no se oyó—. Pero eso no significa que no lo seas. Algunas de nosotras somos buenas madres no porque tengamos todas las respuestas, sino porque nunca dejamos de preguntarnos si lo estamos haciendo bien.
Fuera, el viento movía las hojas de un árbol cercano. Dentro, el reloj marcaba las once y veintitrés.
—¿Por qué decides quedarte con nosotras? —preguntó María Fernanda.
Ángela la miró con calma. —Porque vi algo hermoso: una mujer que intenta construir algo nuevo, rodeada de otras que también están reconstruyéndose. Vi un café que no vendía solo comida, sino compañía. Y vi a una niña que necesitaba cariño real. Y me dije: “Ángela, esta es tu tribu.”
—¿Tu tribu?
—Claro. Ya no tengo a mi familia cerca. Mis hijos están lejos. Mi ex... bueno, ya verás cómo es. Pero aquí... aquí hay vida. Hay dolor compartido. Hay risas que salen del corazón. Aquí hay alguien que me necesita, aunque no sea sangre. Y yo también necesito pertenecer a algo que tenga sentido.
María Fernanda asintió. No dijo gracias. No dijo te entiendo. Solo empujó la taza de café frío hacia el centro de la mesa, como si fuera un gesto de paz.
Ángela la tomó. Bebió un sorbo. —Me alegra haber llegado justo cuando más se me necesitaba. No solo por vos. Sino por mí.
Y en ese silencio, entre el tic del reloj y el crujido de la silla, ninguna de las dos sintió que estaba sola.
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