“A veces, lo que más duele no es lo que te hacen. Es lo que te niegan cuando ya estás en el suelo.”
Era una tarde caliente, espesa.
Jimena tenía fiebre.
No la fiebre de “duerme y se pasa”.
La fiebre que te mira con ojos de alerta, que te dice: “Esto no es un resfriado. Esto es una emergencia disfrazada de tos.”
La toqué.
Su frente ardía.
Y yo, con el monedero en la mano, conté lo que tenía:
$4.20.
Alcanzaba para el paracetamol o para la recarga del teléfono.
No para las dos.
Y en ese momento, no pensé en Mireya, ni en el desalojo, ni en el café que aún no existía.
Pensé en Mariana.
Mariana, con quien había compartido auriculares, galletas vencidas y llantos de oficina.
Mariana, que me escribió un mensaje largo cuando me separé:
“Lo que necesites, en serio. Estoy.”
Esa promesa me había acompañado como un amuleto.
No lo usaba.
Pero sabía que estaba ahí.
Como un número de emergencia grabado en la piel.
“Las promesas no se miden en palabras. Se miden en actos. Y a veces, en silencios.”
Busqué su contacto.
Estaba archivado.
Como se archivan las cosas que una no quiere borrar, pero tampoco mirar de frente.
Le escribí:
“Hola, Marian. Perdón la hora y el atrevimiento. Estoy complicada con la nena y necesito una recarga para poder llamar al pediatra. ¿Me podrías hacer el favor? Te la devuelvo el viernes.”
El doble check azul apareció al instante.
Más rápido que el corazón.
Más rápido que la esperanza.
Y luego…
nada.
Esperé.
Conté los segundos como quien cuenta las monedas que no tiene.
Cinco.
Diez.
Quince.
Y entonces, la respuesta:
“Ay Fer, justo estoy saliendo para una reunión y sin datos. ¿Todo bien con tu nena? Me encantaría ayudarte, pero ahora estoy a mil. Te abrazo fuerte.”
Cortés.
Cálido.
Inútil.
Cinco excusas envueltas en papel celofán:
“justo”, “reunión”, “sin datos”, “me encantaría”, “a mil”.
Ninguna verdadera.
Todas perfectas para no comprometerse.
“No todas las puertas cerradas son una negativa. A veces son espejos: te muestran quién eres para los demás.”
No lloré.
No grité.
Me quedé mirando el mensaje como si pudiera extraer de él la verdad que Mariana no quiso decir:
“No eres prioridad. Nunca lo fuiste.”
Y eso dolió más que la fiebre de Jimena.
Más que el desalojo.
Más que el café que nunca llegó.
Porque la pobreza duele, sí.
Pero la traición duele con memoria.
Te recuerda que confiaste.
Que creíste.
Que te hiciste vulnerable…
y que eso, para algunos, es una debilidad que se explota con silencio.
“Pedir ayuda no es debilidad. Es un acto de fe. Y a veces, la fe se rompe antes que el cuerpo.”
Fui a la farmacia.
Compré el paracetamol.
Jimena mejoró con paños fríos y mimos.
No fue grave.
Pero no se me olvidó.
No por rencor.
Por lección.
“A veces, la ayuda no llega. Y no siempre porque no puedan. A veces, simplemente no quieren que les recuerden que alguna vez también fueron frágiles.”
Esa noche, mientras Jimena dormía, abrí el cuaderno rojo.
No escribí una queja.
Escribí una advertencia:
“Hoy aprendí que no todos los ‘cuenta conmigo’ son verdaderos.
Y que hay favores que, al negarse, no duelen por lo que pierdes, sino por lo que revelan:
que para algunos, tu caída es solo un recordatorio de que ellos ya no están ahí abajo.”
“No insistas donde ya no te miran con ternura.
Guarda tu necesidad para quien te vea con respeto, no con lástima apresurada.”
Editado: 10.10.2025