“A veces, las mujeres más fuertes también necesitan sentarse un rato… pero se sientan en silencio, para que nadie las vea caer.”
Yo creía que Mercedes no se quebraba. Era una idea cómoda. Como creer que hay ciertas espaldas hechas para cargar el mundo sin doblarse. Mercedes era eso: cintura erguida, mirada de secretaria ejecutiva aunque estuviera vendiendo botones, uñas siempre prolijas, respuestas inmediatas. Sabía decir “no” sin culpa. Sabía regatear, pedir favores, convencer sin explicar demasiado. Era la roca. La que nunca temblaba.
Por eso, verla así me partió en dos.
“Ver a alguien quebrarse no te debilita. Te recuerda que nadie está hecho de acero… y que tú tampoco lo estás.”
Sentada en el escalón de su propia casa. Con los codos en las rodillas. El cabello suelto, pero no como se suelta para arreglarse… suelto como si se hubiera caído solo, como si ya no le importara sostenerse.
No me vio al principio. O fingió no verme.
—¿Estás bien? —le pregunté, con la voz más suave que pude.
Y ella dijo: —No.
Sin pausa. Sin excusas. Solo eso. No.
Fue como si alguien que siempre llega puntual se quedara dormido por primera vez. Como si un faro se apagara un segundo… y el mundo entero lo notara.
Me acerqué. Me senté a su lado. No le ofrecí soluciones. Sabía que no las quería.
—¿Querés agua? —No. Ya lloré todo lo que tenía.
No tenía rímel. Eso me descolocó. Mercedes siempre tiene rímel.
Entonces me contó. No en orden. No con drama. Solo en trozos:
Un hijo que no llama.
Una hermana enferma que vive lejos.
Una deuda que no puede cubrir.
Un insomnio nuevo.
Y ese cansancio que no tiene forma, pero que se le metió en los huesos.
—Me levanté hoy y no pude —dijo, con la voz quebrada—. No tenía palabras. Ni ganas. Me quedé aquí. Como si esperara que alguien me ordenara.
Se tapó la cara con las manos. Pero ya no lloraba. Solo estaba… rota. No de un golpe. De muchos.
“La mejor forma de sostener a otra mujer no es darle consejos. Es sentarte en el suelo con ella… y no fingir que estás bien.”
Yo no dije nada. Porque entendí que no necesitaba soluciones. Necesitaba presencia. Y a veces, la presencia es callarse al lado de alguien… y dejar que el silencio diga lo que las palabras no pueden.
Nos quedamos así. Respirando. Dos mujeres sentadas sobre sus propios escombros, esperando que al menos una taza de café caliente nos reconstruyera los bordes.
Después, Mercedes se levantó. Se peinó con los dedos. Volvió a colgar la ropa como si nada.
Pero yo la vi. Y ahora la quiero distinta. No como la roca. Sino como la mujer que, aunque se quebró, siguió colgando la ropa.
“Hoy aprendí que incluso las mujeres más fuertes tienen martes tristes. Y que cuando se quiebran, no lo hacen con gritos… sino con silencios inesperados.”
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