“Las promesas rotas no siempre duelen igual. A veces te tocan a vos. Otras, se las llevan los hijos.”
El sol de la tarde se colaba por las rendijas de la persiana, pintando rayas doradas sobre la mesa de la cocina.
Jimena estaba en el suelo, rodeada de marcadores y una Lola que lucía un nuevo sombrero hecho de una servilleta.
Yo, María Fernanda, sostenía el cuaderno rojo, pero la pluma no se movía.
Había pasado una semana desde que Andrés prometió ser un “papá presente”, y aunque sus visitas eran puntuales —un dibujo aquí, un paseo al parque allá—, algo en mí se resistía a creerle.
No por desconfianza.
Por cansancio.
Ya no tengo energía para malinterpretar.
Ya no tengo espacio para promesas que se evaporan.
🔥 Andrés no es una amenaza. Es un espejo
Sonó el teléfono.
Era él.
Su voz, como siempre, tenía ese tono de disculpa ensayada:
—María Fernanda, no podré venir este sábado. Me salió un trabajo en otra ciudad. Solo por unos días. Prometo compensarlo.
Cerré los ojos.
No por rabia.
Por reconocimiento.
Porque ya no era la mujer que esperaba que él cumpliera.
Ya no era la mujer que se rompía cada vez que fallaba.
Ahora soy la mujer que construye algo que no depende de su presencia.
—Jimena te espera, Andrés —dije, con la voz firme—.
No me hagas explicarle por qué no viniste. Otra vez.
Colgué antes de que respondiera.
Miré a Jimena, que coloreaba con furia, como si supiera que algo no estaba bien.
Me senté a su lado, buscando palabras que no dolieran.
—Amor, ¿qué te estás dibujando a Lola hoy?
Ella levantó la mirada, con esos ojos que ven más de lo que dicen.
—Un escudo. Para que nadie la deje sola.
El nudo en mi garganta creció.
Pero no lloré.
Porque ya no era mi dolor.
Era el suyo.
Y eso… eso era más importante.
💀 Pedir ayuda no es debilidad. Es reconocer que ya no estás sola
Esa noche, llamé a Ángela.
No por desesperación.
Por claridad.
Le conté sobre Andrés, sobre su promesa rota, sobre el miedo de que Jimena se ilusione con un papá que tal vez no se queda.
Ángela escuchó en silencio.
Luego, con esa suavidad que corta como cuchillo:
—Nadie puede prometer quedarse para siempre. Pero tú puedes enseñarle a Jimena que ella es suficiente, con o sin él. Y tú también.
Sus palabras se quedaron conmigo.
No como consuelo.
Como certeza.
Ya no necesito que él me salve.
Ya no necesito que él me complete.
Ya no necesito que él me pruebe que merezco estar.
Porque ya estoy.
Y eso… eso es suficiente.
🩸 La tribu no es un refugio. Es un espejo
Al día siguiente, en el café, la tribu estaba reunida.
Carla trajo un termo de té de hibisco que sabía a “esperanza líquida”, según ella.
Mercedes, con su eterno delantal lleno de migajas, hablaba de una nueva receta de pan.
Pero yo no podía concentrarme.
La idea de que Andrés fallara otra vez pesaba más que las tazas sucias en la barra.
Laura, siempre con su cuaderno lleno de garabatos, notó mi silencio.
—Todo bien, María Fernanda? Pareces a punto de declarar la guerra a un expreso.
Solté una risa amarga.
Les conté lo de Andrés, lo del trabajo, lo del sábado perdido.
La mesa quedó callada.
Pero no era un silencio incómodo.
Era el silencio de quienes entienden.
—No lo dejes entrar tan fácil —dijo Carla—. Pero no lo alejes por orgullo. Jimena merece un papá, aunque sea imperfecto.
—Y tú mereces no cargar con todo sola —añadió Mercedes—. Pero cuidado, querida. A veces, los que vuelven traen más promesas que hechos.
Asentí.
No por resignación.
Por elección.
No voy a cerrar la puerta.
Pero tampoco voy a abrirla de par en par.
Voy a dejar una rendija…
y voy a ver si lo que entra es verdad… o solo humo.
🔚 Conclusión emocional (sin alivio fácil, con transformación real)
Esa noche, escribí en el cuaderno rojo:
“Hoy aprendí que el amor de una hija te recuerda que no puedes protegerla de todo.
Pero sí puedes enseñarle a hacer escudos. Aunque sean de papel.
El pasado no se borra con una visita.
Pero a veces hay que abrir la puerta, aunque sea una rendija,
para ver si el que entra trae algo más que palabras vacías.”
Editado: 10.10.2025