Manual de una mamá para no rendirse.- Versión mejorada.

Capítulo 1: Al Filo del Despido

“El miedo tiene un sonido diferente cada mañana.”

El aire acondicionado del local de cosméticos zumbaba, como siempre, amenazando con un resfriado eterno. Pero hoy el zumbido no era ruido. Era advertencia. Un rumor sordo que me trepaba por la nuca mientras me ajustaba el labial con dedos temblorosos. No por vanidad. Por armadura.

Mireya me esperaba en la trastienda. Su moño, tan tirante que parecía desafiar la gravedad, era la única parte de ella que no se doblaba. Sus labios, usualmente un arco tenso, formaban ahora una línea tan fina que cortaba el aire.

—María Fernanda, tenemos un problema —soltó, sin preámbulos, como quien lanza una piedra sabiendo que va a romper algo.

Sentí un frío que no venía del aire. No necesitaba que me lo explicara con porcentajes ni gráficos. “No están contentos” era el código de Mireya para: “Podemos cerrar y ustedes se quedarán en la calle.”

¿En la calle? ¿Otra vez?

La palabra rebotó en mi cabeza como una moneda hueca. Otra vez. Un torbellino de imágenes me asaltó: las mañanas buscando en portales de empleo, la ansiedad de no saber si llegaría a fin de mes, las niñeras de última hora, las llamadas vergonzosas al colegio de Jimena explicando por qué no podía ir a buscarla… porque no me daban permiso en el nuevo “trabajo de ensueño” que al final era más de lo mismo.

Ya había pasado por esto antes. Demasiadas veces.
La vez que trabajé de secretaria y el jefe me acosaba hasta que se propasó.
La vez que fui cajera y los horarios me partieron en dos.
¿Y para qué? ¿Para ganar una miseria que apenas cubría la leche y los pañales? ¿Para que el “contrato indefinido” terminara siendo una excusa para no pagarme los últimos días?

“Las promesas rotas no vienen en sobres. Vienen en contratos firmados con urgencia.”

La boca se me llenó de un sabor amargo. Me había jurado a mí misma que esta vez sería diferente. Este trabajo, en esa zona gris entre “aceptable” y “si me despiden, ¿cómo pago mis facturas, el alquiler de la casa y el colegio?”, al menos me daba una rutina. Una estabilidad de mentira, sí, pero estabilidad al fin.

Pero ahora, esa burbuja precaria estaba a punto de reventar.

Mireya seguía hablando de márgenes y porcentajes, pero yo solo escuchaba el eco de una pregunta que me perforaba el alma:

¿Cómo le explico a Jimena que mamá quedó sin trabajo… de nuevo?

Necesitaba estabilidad. Necesitaba dinero.
Pero más que nada, necesitaba tiempo para mi hija.
Para verla crecer.
Para que sus únicas referencias de mí no fueran el cansancio, los labios partidos y el triste brillo de mis ojos dando la noticia de los despidos.

“A veces, el único lugar donde puedes descansar es en tu propia determinación.”

—Necesitamos subir las ventas, María Fernanda. Y rápido —Mireya me miró con esa intensidad que usaba cuando quería intimidar.

Pero yo ya no escuchaba. Solo sentía el peso de la desesperación. La urgencia de romper este ciclo interminable de trabajos que me tragaban y luego me escupían, siempre dejándome como un vómito asqueroso en la calle.

Miré por la ventana de la trastienda, hacia la calle. El mundo seguía girando, ajeno a mi naufragio inminente. Y yo, aquí, entre delineadores que no cubrían ninguna herida, sentí que esta vez, el grito de auxilio desde el fondo era más fuerte que nunca.

Era un grito que exigía una solución.
No otro trabajo temporal.
No otra promesa vacía.
Sino algo mío. Algo que no pudieran quitarme con un “no estamos contentos”.

“El fondo no es el final. Es la tapadera del siguiente comienzo.”

Hoy aprendí que el miedo al abismo no es el final del camino; es el impulso.
Ese nudo en el estómago, esa punzada de pánico que te empuja a actuar, a gritar auxilio, a negarte a caer en lo mismo de siempre.

A veces, la mayor fortaleza está en reconocer que ya no puedes más.
Es en esa rendición silenciosa, en ese fondo, donde se encuentra la verdadera fuerza para decir:

“Hasta aquí.”




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