Dicen que el universo tiene un sentido del humor retorcido. Lo comprobé el día en que, tras una ruptura sentimental nivel "bloqueado de todos lados y borrado de mi vida digital", terminé compartiendo departamento con el mismísimo idiota que me rompió el corazón, Julian, mi ex.
Todo comenzó cuando mi mejor amiga, Rebe, me convenció de dejar de vivir con mi madre. “Tienes 27 años, Vale, ya es hora de independencia, facturas y trauma emocional adulto”, dijo con un entusiasmo que sólo alguien que no ha pagado una renta puede tener, y como siempre, caí.
Encontré un anuncio: "Departamento amplio, luminoso, con habitación privada y baño propio, zona céntrica, precio accesible, roommate tranquilo, respetuoso, limpio."
Demasiado perfecto para ser verdad, y claro, lo era.
Cuando firmé el contrato para mudarme al nuevo departamento, pensé que al fin todo empezaría a mejorar. Nuevo empleo, nueva ciudad, nueva vida, lo que no imaginé, ni en mis peores pesadillas, es que el “roommate” con el que compartiría techo sería nada más y nada menos que mi ex.
El idiota con el que salí dos años, que me rompió el corazón en mil pedazos y que, por obra de algún mal karma que no sabía que arrastraba, ahora viviría en la habitación de al lado.
—¿Qué haces tú aquí? —fue lo primero que le solté al abrir la puerta, con cara de “esto es una broma, ¿verdad?”.
Él parpadeó un par de veces, con esa expresión cínica que tanto odiaba (y que tanto me había gustado al principio).
—Hola, Valentina. Qué lindo verte… ¿otra vez?
Quise gritar, quise correr, quise golpearlo con la misma almohada que ahora compartimos como campo de guerra nocturno.
—¿Tú eres el roommate que menciona el contrato? —pregunté, con voz aguda, al borde de la histeria.
—Y tú eres la “Vale” que firmó sin leer la letra pequeña —respondió con sorna, cruzándose de brazos.
La explicación fue sencilla, pero dolorosa, la agencia de arriendo no compartía nombres completos por “política de privacidad” hasta firmar. Y como los dos teníamos urgencia por mudarnos y el departamento era increíble, ambos aceptamos sin preguntar demasiado.
Y aquí estábamos.
Dos exs, un baño compartido, una cocina con espacio limitado y una tensión que podía encender el microondas sin necesidad de enchufarlo.
—No tengo tiempo para buscar otro lugar —dije, más para mí que para él.
—Y yo ya pagué los próximos tres meses por adelantado —agregó con una sonrisa de suficiencia.
Suspiré, tragué el orgullo, me repetí mentalmente que podría sobrevivir a esto, que ya no sentía nada, que Julián era historia.
—Muy bien. Pondré reglas —dije alzando el mentón— Nada de entrar a mi habitación, nada de robar mi comida, y nada de recordar… lo que pasó.
—¿Lo de la vez en el ascensor o lo del sofá de tu mamá? —preguntó con una ceja levantada.
Le arrojé mi suéter, fallé, pero igual cerré la puerta de mi habitación con un portazo que retumbó por todo el pasillo.
Esto no iba a ser fácil.
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Desperté con el sonido de una alarma que parecía un cohete espacial. Intenté taparme con la almohada, pero la realidad golpeó más fuerte, estaba en el departamento que comparto con mi ex. Mi ex que ronca como un oso herido.
Me levanté tambaleándome hasta la cocina, con el pelo enmarañado como si lo hubieran peinado unos gatos furiosos, y lo primero que vi fue a Julian sosteniendo una taza de café… mi taza, esa que dice “Odio a la gente… excepto al café”. Mi reliquia, mi orgullo.
—¿Esa es mi taza? —gruñí, sintiéndome más ofendida que en una cita horrible.
—Buenos días, Vale —respondió él con esa sonrisa molesta como si acabara de ganar algo, y ese algo, era mi taza favorita — No resistí.
Oh, claro.
—¿Por qué la usas? Tenías uno como veinte tazas limpias —dije, cruzándome de brazos, mientras le señala con la mirada la ubicación.
—Sí, pero esta es la taza oficial de nuestras peleas mañaneras —respondió con tono de broma, sin apartar la mirada.
Me acerqué, dispuesta a robarla, pero él la alzó como si venciera en un duelo.
—Eh, baja eso —protesté, fulminandolo con la mirada.
—Si te la doy, tendré que escuchar tu himno de quejas a todo volumen —me dijo, ya sabiendo que perdería ese duelo mental.
—Himno de quejas… me haces sentir importante.
Él solo rió, suspiró y sorbió. “Mi café de supervivencia emocional”, dijo con voz de héroe cansado.
Y justo cuando sonrió, se le marcaron esos malditos hoyuelos en las mejillas (¡joder! siempre me habían gustado más que su sonrisa entera, y claro, justo ahora se me vienen a la cabeza).
Me sorprendí a mí misma pensando en eso justo cuando quería tirarle la taza por la cabeza.
Sin pensarlo, le arrebaté la taza de las manos y la voté de un solo movimiento. El café cayó en el suelo y, juro por todo lo sagrado, sentí que me daban un puñetazo directo en el corazón. Para mí, el café es como una religión. ¡Una herejía desperdiciarlo así!
Él simplemente se cruzó de brazos, con esa sonrisa molesta que sabía que me había ganado la batalla pero que no pensaba ceder la guerra.
Me acerqué, llené la taza con café recién hecho (que, por supuesto, preparó él —el idiota—) y tomé un sorbo largo, cerrando los ojos como si fuera la cura milagrosa a todos mis males, sin poder evitar la expresión de satisfacción en mi rostro.
—Muy bien, ya que vamos a sobrevivir juntos, aquí te dejo las reglas básicas para convivir en este departamento, y créeme, son sagradas.
Regla uno, el café: El café es patrimonio nacional, si derramas una gota, deberás cantar el himno nacional mientras limpias el desastre.
Julian me miró con cara de incredulidad, luego bajó la vista lentamente al charco de café que aún goteaba desde el borde de la mesa… cortesía de mi arrebato. Carraspeó con dramatismo, levantando una ceja.
—Detalles técnicos —murmure, apartándo mi cabello con falsa dignidad— Continuemos…