Salí del departamento casi corriendo, como si llegar tarde al trabajo fuera a ser el menor de mis problemas. Al parecer, Julián y yo compartimos hasta el reloj biológico, porque él también salió al mismo tiempo, impecable como siempre, con esa chaqueta que grita “soy adulto funcional” y una taza de café que probablemente robó (otra vez) de mi colección personal.
Lo vi subirse a un auto negro que claramente no era del año… porque era del siguiente. Me detuve en seco por un segundo, tentada—muy tentada—de golpear la ventana y decirle: “Ey, ¿me das un aventón al restaurante?”.
Pero no. Orgullo primero, dignidad después, así que tomé mi mochila, me puse los audífonos como quien se arma para la guerra y marché hasta la parada del autobús, que olía a desesperación laboral y a perfume barato.
Treinta y siete minutos más tarde, con el cabello alborotado por el viento, los zapatos mordidos por el pavimento y el ánimo en huelga… por fin llegué al restaurante.
Como si fuera una espía en plena misión encubierta, me escabullí por la puerta trasera tratando de evitar al calvo de mi jefe, Don Braulio, que tenía un radar especial para detectar retrasos… y para descontarlos con precisión quirúrgica.
Lo vi de reojo revisando el reloj como si cronometrara mi sueldo por segundos, así que me puse el delantal con la velocidad de una ninja, saludé a una compañera con una sonrisa apurada y me lancé a tomar la bandeja como si hubiera estado ahí desde las seis.
Atendí tres mesas con energía de emergencia nacional, una pareja que discutía por la contraseña del Wi-Fi, una señora que me pidió agua sin hielo pero “un poquito fría” (¿cómo se supone que logre eso, señora?) y un tipo que me guiñó el ojo al pedir una hamburguesa doble... casi le sirvo una con laxante.
Cuando finalmente sonó el bendito timbre del descanso, salí disparada hacia la banca trasera como si ofrecieran vacaciones ahí.
El descanso me supo a gloria, me tiré en la banca como si el turno me hubiera costado la vida entera. Saqué el móvil y marqué sin pensarlo, necesitaba desahogarme, urgente.
—¡Aló! —respondió la voz cantarína de Rebe, mi mejor amiga y, según yo, principal culpable de mi situación actual.
—Todo esto es tu culpa —solté sin saludar.
—¿Perdón? ¿Qué hice ahora? ¿Te convencí de robar un banco en tus sueños o qué?.
—Peor, me convenciste de salir de la casa de mis padres, de “tomar el control de mi vida” —hice comillas con los dedos— y mira dónde terminé, viviendo con Julian.
Silencio, y luego…
Las carcajadas de Rebe estallaron como fuegos artificiales.
—¡No puede ser! ¿Julian? ¿El Julian con cara de “hablemos con mi abogado”? —soltó entre risas.
—Ese mismo, el hermano del sarcasmo y la eficiencia.
—Ay no, por favor. ¡Esto es mejor que cualquier serie! ¿Tú, la misma que lloraba por Julián como si te hubieran cancelado la vida entera?.
—Gracias por recordarme esa etapa —murmuré, sobándome la frente— ¿Y sabes qué es peor?.
—¿Que aún piensas en Julián? —dijo entre risitas.
—¡Claro que no! —bufé—Lo peor es que sigue igual de insoportablemente atractivo… y ahora lo tengo caminando por la casa como si fuera un comercial de colonia masculina.
Rebe soltó una carcajada.
—¡No puede ser! ¿O sea que además de convivir con tu ex, te tortura con su cara de “acabo de salir del gimnasio y aún huelo bien”?
—Exacto, y lo peor es que ni siquiera ha hecho nada, solo existe, ¡y eso ya es ofensivo!.
—¿Cuánto llevan viviendo juntos? ¿Una semana?.
—Un día, Rebe. Un solo día, ni hemos cocinado, ni desempacado del todo, apenas discutimos por el baño y por quién se quedó con el control remoto, y ya quiero mudarme… o exiliarme.
—¿Y cómo sobreviviste la primera noche?.
—Con dignidad, y tapones para los oídos, porque el señor ronca, como si estuviera librando una batalla épica en sus sueños.
—¡Ay, por favor! Esto es mejor que cualquier reality. Necesito un canal en vivo.
—No, gracias, esto no es un show, es una trampa emocional de la que tú eres cómplice.
—Culpa tuya por haber tenido tan mal gusto hace dos años.
—Ya lo superé… más o menos. Solo que el universo pensó que sería divertido encerrarnos bajo el mismo techo como terapia experimental.
—Suena como una telenovela en cámara lenta.
—Y tú, como siempre, con tus palomitas listas.
—Obvio, soy tu mejor amiga, tengo el derecho moral de disfrutar tu caos… mientras te apoyo, claro.
—Claro, claro —dije, mirando el reloj— Ahora déjame volver al trabajo antes de que me pongan a fregar platos con grasa de mil años.
—¡Y manténme al tanto! Necesito saber si ya se pelearon por el shampoo o si uno de los dos dejó los calcetines donde no debía.
—¿Calcetines? Si Julián deja un solo calcetín fuera de lugar, lo enmarco y lo subasto como prueba de que no es perfecto.
Colgué entre risas, pero en el fondo…
sí que era raro volver a tener a Julián tan cerca.
Aunque fuera con una lista imaginaria de reglas de convivencia y sarcasmo como idioma oficial.