Era sábado, glorioso, brillante, y sin turno en el restaurante. Me desperté con energía de sobra y cero ganas de quedarme en casa, así que, después de responder un mensaje de Rebeca que decía: “¡Vamos al mall, necesito gastar plata en tonterías que no necesito!”, me lancé directo al baño.
O lo intenté.
Porque la puerta estaba cerrada.
Y el agua, claramente, estaba corriendo.
—No puede ser —murmuré, con la toalla en una mano y cara de tragedia anunciada— ¿Se le olvidó la maldita regla número 5?
Empecé a dar vueltas por el pasillo como alma en pena. Porque sí, la regla número 5 de convivencia no escrito, decía claramente:
“El que se levanta primero, se baña rápido. Diez minutos máximo, porque el segundo se queda sin agua caliente.”
Y sí, adivina quién era la segunda.
—¡Julián! —grité, golpeando la puerta suavemente, que es lo más agresivo que puedo ser con una toalla como armadura— ¿Planeas mudarte al baño o es una invasión de vapor a largo plazo?.
Silencio.
El muy infeliz estaba ignorándome… o disfrutando demasiado del agua caliente.
Rodé los ojos, resoplé y volví a mi habitación, murmurando para mí.
—Regla número 5, Julián… cinco. Diez minutos, no diez siglos.
¿Sabes qué es peor que una ducha fría?.
Tener que salir con Rebeca sabiendo que vas a ir al mall con el pelo congelado, mientras tu ex se exfolia como si estuviera en un spa de cinco estrellas.
La guerra no había terminado.
Solo estaba calentándose... menos el agua.
Minutos después, escuché el inconfundible click de la puerta del baño abriéndose… seguido del chirrido de la puerta golpeando contra la pared.
Mi señal.
Corrí.
Literalmente corrí con la toalla enredada y los pelos como leona electrocutada. Crucé el pasillo y me lancé al baño como si fuera una escena de acción.
—¡Al fin! —grité.
Pero no contaba con el castigo divino.
Porque apenas abrí la ducha…
Un chorro, un miserable chorrito de agua fría, helada, polar, como si viniera directo del Ártico, me saludó con toda la ternura de una traición anunciada.
—¡No puede ser! —grité, apretando la llave como si con más fuerza saliera el agua caliente de algún universo paralelo— ¡Se acabó! ¡Se acabó el agua caliente!.
Y entonces, como buena dramática que soy, pegué la frente contra la pared de losa y susurré:
—¿Qué harás un sábado, Julián? ¿Qué harás? ¿Por qué debes tomar toda el agua caliente?.
Me duché, o bueno, me castigué emocionalmente bajo gotas congeladas, mientras pensaba en todas las decisiones equivocadas que me habían llevado a este momento.
Salí del baño envuelta en la toalla, colérica, con los dientes castañeteando y las piernas temblando. Y justo cuando crucé la cocina, ahí estaba él.
Fresco.
—Buen baño, ¿no? —dijo con su sonrisa sinica.
Con el pelo mojado perfectamente peinado, camiseta blanca y ese olor a loción que antes me derretía… y ahora me provocaba tirarle una toalla húmeda a la cara.
—Perfecto —respondí, fingiendo que no tiritaba como gelatina en terremoto— Me encantan las duchas criomilitares, le hacen bien a la circulación.
—¿Criomilitares, eh? —dijo Julián, levantando una ceja mientras bebía de su taza de café— Si quieres, la próxima vez te dejo una cubeta de hielo directo. Full experiencia spa nórdico.
—Gracias, muy amable, vikingo de los baños largos —bufé, girando sobre mis talones rumbo a mi cuarto— Pero la próxima vez que abuses del agua caliente, te juro que programo el calentador para explotar a los doce minutos, y qué Dios reparta suerte.
—Suerte con eso —dijo con media sonrisa mientras buscaba las llaves del auto— Yo también salgo. Pero si al volver encuentro el calentador saboteado, lo hablaré con mi abogado.
—Habla con mi toalla helada —repliqué.
El mall estaba a reventar. Gente por todos lados, niños corriendo, parejas con bolsas, y un tipo disfrazado de panda entregando volantes de una tienda de colchones.
Rebeca me recibió con un café frío y una sonrisa que anunciaba caos.
—¡Vale! Te ves radiante para haber sido víctima del Titanic versión ducha —dijo, entregándome el vaso— ¿Lista para derrochar como si no tuviéramos cuentas?.
—Más que lista —dije, dándole un gran sorbo al café.
—Eso, amiga. Alerta tarjeta. Hoy sanamos con retail.
Todo iba bien, demasiado bien, si somos sinceras.
Ya habíamos comprado una vela que no necesitaba, unas gafas que probablemente iba a perder en tres días y un esmalte que Rebeca juró que era “el tono de la temporada”. Estábamos felices, riéndonos, casi olvidando el agua helada, el calentador y el vikingo de los baños largos.
Hasta que la vi.
A lo lejos, entre un puesto de perfumes y una tienda de ropa deportiva, se asomó la silueta inconfundible de Clara Noriega. Una exconocida de Julián, y mía, por arrastre.
El tipo de mujer que siempre sabía lo que no debía, que siempre estaba donde no la llamaban, y que había hecho del chisme una carrera profesional no remunerada.
Me escabullí tras Rebeca como si pudiera camuflarme entre los maniquíes.
—¿Qué haces? —susurró mi amiga, confundida.
—¡Clara! —espeté con los ojos abiertos como platos— ¡La ex vecina de Julián! La que siempre olía a eucalipto y veneno.
Pero fue tarde.
—¡Valentina! —canturreó la voz nasal y aguda que me puso los pelos de punta— ¡Qué coincidencia!
Respiré hondo, sonreí como si no estuviera tragando orgullo, y me giré.
—¡Clara, qué sorpresa! —dije, fingiendo alegría mientras Rebeca se alejaba discretamente con su café como si no me conociera.
—¿Y Julián? ¿Cómo está ese hombre? —preguntó sin tacto alguno— Siempre pensé que ustedes… no iban a durar mucho, ¿sabes?.
Sentí cómo mi ego se revolcaba en el suelo con dignidad herida. Iba a decirle la verdad, lo juro. Estaba en la punta de la lengua. Pero cuando soltó esa frase con sonrisa lánguida, algo en mí hizo clic.