Manual para sobrevivir mi ex como Roommate

Capítulo 4

Justo cuando pensaba que el drama se había calmado, mi celular volvió a vibrar.

Julián.

Un mensaje, tragué saliva antes de abrirlo, como si fuese una bomba nuclear digital a punto de estallar.

— “¿Así que ahora somos novios oficiales? Tu mamá me siguió en Instagram y me comentó una foto con un emoji de corazón y otro de anillo… ¿tengo que pedir tu mano o solo pasar a saludar?”.

¿UN ANILLO?
¿Mi mamá le comentó una foto?
Quedé en shock.

Quería morir o mudarme a Laponia, o con suerte, que Clara ,la chismosa oficial de ese condominio y enemiga natural de la privacidad, perdiera el WiFi durante un año, o mejor, que se le reiniciara el módem, para siempre.

Respiré hondo y le respondí:

— "Tú sabes muy bien que todo esto es culpa de Clara, tu amada ex vecina. La señora CNN de ese edificio, a este paso nos va a casar en su balcón y transmitir en vivo por Facebook".

Tres segundos después, otro mensaje:

— “¿Y si lo hacemos? Digo, aprovechar el rating.”

Rodé los ojos y contesté:

— “Julián, si mi mamá vuelve a mandarte un sticker de bebés, te bloqueo.”

— “Muy tarde, ya mandó uno de una cuna, con moño rosa.”

Me desplomé en el sofá con una mano en la frente, como heroína de telenovela.

¿Esto es una relación falsa o una telenovela patrocinada por el grupo de WhatsApp de las mamás de ese edificio?.

Fin del capítulo: Clara 1 - Valentina 0.

Porque claro, para mi mamá no fue suficiente no detenerme cuando me lancé al vacío de la independencia con una maleta, una tostadora y cero planes.

No, no, eso fue solo el calentamiento.

Ahora, la señora quiere que me case, que tenga hijos, y probablemente ya le esté tejiendo suéteres a los gemelos imaginarios que vamos a tener Julián y yo, mientras ve novelas turcas con el volumen en 80.

Y yo mientras tanto, comiéndome un cereal barato que dice “sabor chocolate” pero sabe a traición. Independencia dijiste, libertad dijiste, vivir sola dijiste. JA.

No iba a permitir que mi glorioso día de descanso, lejos del restaurante, del aceite caliente y del jefe calvo con alma de dictador, terminara irritado por culpa de mi mamá, Julián, o Clara “WiFi ilimitado” la chismosa del condominio.

Así que hice lo más sabio: apagué el celular.

Adiós mundo, adiós drama, adiós stickers de cunas.

Y me entregué al verdadero amor de mi vida, las compras innecesarias.

Desempacarlas fue casi terapéutico.

Unos lentes de sol que no protegen del sol, pero me hacen sentir como una diva internacional.

Un vestido con flores que parecía más una cortina hawaiana, pero aún así me lo probé tres veces.

Y un bolso que no cabe en ninguna parte, pero combina perfecto con mi autoestima recuperada.

Desfilé frente al espejo como si estuviera en un fashion week personal. Pies descalzos, pelo en moño y música de fondo. Una pasarela de éxito sin público, pero con mucha actitud.

Por unos momentos, mi vida era perfecta, o al menos no estaba en llamas.

Y eso, para mí, ya es casi un logro olímpico.

Después del desfile de la moda versión “compradora compulsiva con ansiedad reprimida”, me lancé a la tina con el único objetivo claro de la tarde, resetear mi existencia.

Espuma, velas, música instrumental que decía “relax” pero sonaba a drama turco… y paz, mucha paz.

Me hundí como si fuera un submarino emocional y me prometí que, cuando saliera de ahí, no iba a pensar en bodas, cunas ni calvos gritones por al menos cinco horas.

Y así fue… hasta que, envuelta en mi bata de toalla, la parte vengativa en mi me susurró una idea:
“¿Y si te vengas de Julián por lo del pollo al limón?”.

Así que tomé represalias como toda mujer racional haría:
decidí cocinar, sola, sin ayuda, solo para mí.

Pero claro… se me olvidó el pequeño detalle de que no sé cocinar.

Busqué en Google:
"Receta fácil, deliciosa, irresistible, con cosas que seguro tienes en casa."

Tres horas después tenía harina en el techo, la cocina hecha un campo de batalla y un pollo que parecía una esponja de cemento con sal marina.

Pero el universo es cruel.

Justo cuando estaba a punto de rendirme y pedir sushi como una adulta funcional, entró Julián.

El teatro comenzó.

—¿Eso huele tan bien como creo? —preguntó, acercándose curioso.

Yo, con la seguridad de una actriz nominada al Oscar, solté:

—Obvio. Es una receta secreta… de familia.

Y así, con dignidad de acero y papilas gustativas traumatizadas, me serví un plato.

Lo probé.
Casi lloré.
Pero no.

No le iba a dar el gusto de verme fallar.

—¿Qué tal está? —insistió él.

—Mmm... celestial.

Mentira.
Sabía a cartón con sal.

Pero la venganza se sirve salada, y yo estaba comprometida.

—¿Y desde cuándo cocinas tú? —soltó Julián, con una ceja arqueada y una sonrisa tan burlona que quise lanzarle el sartén, o el pollo, o ambos.

Me le quedé mirando, masticando con lentitud, como si estuviera degustando el mejor platillo Michelin, mientras por dentro mi lengua gritaba por auxilio.

—Desde siempre —respondí, tragando con esfuerzo sobrehumano— Solo que nunca quise opacarte con mis dotes culinarios, ya sabes… por humildad.

—Ajá… —dijo, cruzándose de brazos, observándome como si estuviera viendo un documental raro de Discovery Channel: "La mujer que se intoxica a sí misma por orgullo."

Me llevé otro pedazo a la boca. Error. Ese segundo bocado sabía a castigo divino.

—¿Quieres probar? —pregunté, retándolo con la mirada, deseando que dijera que sí solo para ver su cara al primer mordisco.

Pero el infeliz sonrió aún más.

—No, no, yo respeto las tradiciones familiares... esto parece un ritual privado —dijo con sorna, señalando mi plato como si fuera radioactivo.

Me reí nerviosa, con el ojo temblando.

—Más para mí, entonces.

Y ahí seguí, comiendo, fingiendo, sonriendo como una mártir moderna… con el paladar en huelga.




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