Me tiré a la cama con el dramatismo que me caracteriza, ese que solo aparece cuando el día ha sido demasiado largo… o cuando Julián me sonríe como si no me debiera una explicación desde hace dos años.
Apoyé el brazo sobre los ojos, y sin querer, empecé a pensar en cómo terminé con él. Cómo pasamos de compartir el mismo cepillo de dientes a escribir reglas para no matarnos como roomates.
Todo se remonta a ella, la famosísima “solo es una amiga”.
Vivíamos juntos, y en teoría, todo estaba bien. Él era atento, educado, el tipo de hombre que las madres sueñan para sus hijas y que yo soñaba para mí... hasta que apareció su nueva compañera de trabajo. Esa que “me cae super bien”, que “entiende mis ideas al vuelo”, y que “es buenísima con los proyectos en equipo”. Ajá, buenísima.
Empezaron los mensajes a horas raras, las llamadas con risitas.
Cuando le pregunté, me miró ofendido, como si yo fuera una loca celosa sacada de una telenovela.
—Es solo una amiga Vale, no inventes.
¿Inventar? . Mi radar no inventa, mi radar detecta, y aunque nunca vi nada físico, sentí todo lo emocional.
Esa fue la traición, no con el cuerpo, pero sí con la atención, con las ganas, con los gestos que antes eran para mí y que ahora parecían reservados.
Así que un día hice las maletas, mo hubo escándalo, ni gritos, ni lágrimas delante de él, solo un portazo suave y el orgullo colapsando en mi estómago.
Desde entonces, Julián es… Julián, el ex, el roommate, el “no me dolió, pero me dolió”.
—Ok, Valentina, ya basta —me dije, como si fuera mi propia terapeuta mal pagada.
No iba a pasar otra noche pensando en Julián, no, ni loca.
Ya sabía cómo terminaba ese capítulo, yo abrazada al tarro de helado a las tres de la mañana, llorando con la traidora de Rebe —mi mejor amiga, la envidiosa, la flaca esa que come como camionero y nunca engorda— diciendo: "¿Y si aún lo amas?”.
Y yo: “¡No! ¡Solo extraño su WiFi y su forma de doblar la ropa!”.
No, gracias. Esta vez no iba a ser la protagonista de ese desastre emocional, ni Julián, ni sus cejas perfectas, ni sus “es solo una amiga” iban a hacerme caer.
Foco, Valentina, me repetí, mientras me enrollaba como sushi en las sábanas.
Necesitaba dormir, no recordar si Julián me había mirado con esa cara de "te extraño pero no lo voy a decir porque soy maduro".
Cerré los ojos con fuerza.
Mañana sería otro día.
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Me desperté temprano, y no “temprano” como para hacer yoga y agradecerle al universo, no, temprano por odio, temprano porque hoy era el día en que mi dignidad térmica sería restaurada.
Me miré al espejo, respiré profundo y susurré:
—Es ahora o nunca, Valentina.
Abrí la ducha y dejé correr el agua caliente con la generosidad de una reina despiadada. ¿Conciencia ambiental? ¿Quién es esa?.
Lavé mi pelo, usé la mascarilla más cara que tenía, exfolié con el guante de la tortura, me afeité las piernas al ritmo de Beyoncé, canté un pedazo de “TQG” como si me hubiera dejado Piqué y me quedé cinco minutos más solo para calentar el agua por deporte.
El vapor parecía el Amazonas, el espejo estaba más nublado que mis decisiones afectivas.
Y cuando todo iba perfectamente, escuché la voz desde el otro lado:
—¿Te vas a mudar al baño o estás tratando de abrir un spa ilegal ahí dentro?
Sonreí. Con esa sonrisa de bruja buena que sabe que la maldad ya se hizo.
Me envolví en la toalla y salí, triunfante, serena, hidratada.
Segundos después, escuché la puerta del baño cerrarse y la cortina correrse.
Tres… dos… uno…
—¡¿VALENTINA?! ¿QUÉ DEMONIOS?! ¡ESTÁ SALIENDO NIEVE DE ESTA DUCHA!.
—Uy, qué pena… debe haberse acabado el agua caliente —murmuré, sin una pizca de pena real.
Lo escuché resoplar, murmurar barbaridades y luego chocar con el shampoo del estante, caa sonido era música, música de justicia.
Porque hoy, el karma se bañó conmigo, y olía a coco.
Ya vestida, peinada y con la autoestima brillando, bajé a la cocina.
Hoy me lo había ganado: café en mi taza favorita, mientras tarareaba, tostadas al tostador, mantequilla, mermelada, café listo, yo lista, todo en orden.
Y ahí apareció Julián, con el cabello aún húmedo y cara de “tengo derechos humanos y me los acabas de violar con esa ducha”.
—¿Dormiste bien? —pregunté con voz angelical, como si no supiera lo que había hecho.
—No lo sé —dijo arrastrando las palabras, todavía medio congelado— Después de la hipotermia que contraje en la ducha, no estoy seguro de estar vivo.
—¿Qué? —fingí sorpresa con cara de santa en misa— Pero si yo me aseguré de no gastar toda el agua caliente…
Me lanzó una mirada de “te voy a empujar por las escaleras".
Entonces, sin vergüenza alguna, me robó una de las tostadas que acababa de untar y se sirvió una taza de mi café, como si eso fuera lo más normal del mundo.
Lo miré. Lo pensé. Lo perdoné.
Estaba de buenas, la victoria me hacía generosa.
Así que dejé pasar su pequeño crimen y me limité a morder mi otra tostada con una sonrisa satisfecha.
Porque ese día, el desayuno me supo a gloria…
Y a justicia con mermelada.
Terminé mi desayuno con la elegancia de una reina. Me colgué el bolso al hombro con la misma satisfacción con la que los villanos acarician gatos en las películas, bajo la atenta mirada de Julián.
Ese día nada me sacaba del mood de victoria, ni siquiera el karma.
Bajé las escaleras, saludé al gato del condominio (el mismo que me juzga todos los días), y salí como si tuviera una pasarela frente a mí.
Subí al bus con la seguridad de quien tiene la conciencia limpia (mentira, pero se disimula). Y aunque el aire acondicionado era una leyenda urbana, el asiento estaba sospechosamente húmedo, y alguien estaba comiéndose una empanada con olor a traición... nada, nada, logró amargarme.
Llegué al restaurante con mi mood imbatible, café en vena, sonrisa ganadora y ganas de comerse el mundo... o al menos la propina del día. Nada ni nadie podía bajarme el ánimo, hasta que apareció él.