Manual para sobrevivir mi ex como Roommate

Capítulo 9

El trayecto terminó con un frenazo suave y el inconfundible sonido del ego de Julián inflándose cuando puso el coche en modo “parqueo triunfal”.

—Llegamos mi amor —dijo con una sonrisa que quería golpearle. Su tono era burlón, pero bajo, casi íntimo, maldito encanto involuntario.

—Gracias por el servicio, Uber Select con ego incluido —respondí mientras desabrochaba el cinturón con más fuerza de la necesaria.

—Siempre a la orden. ¿Puntaje de cinco estrellas? —preguntó, estirando la mano como si esperara una propina.

Lo ignoré.

Salí del coche sin mirar atrás, pero no necesitaba hacerlo para saber que Julián seguía mirándome.

Lo sentí, claro que lo sentí, como si su mirada tuviera peso, como si me empujara entre los omóplatos con rayos X de intensidad melodramática, pero no, no le iba a dar el gusto.

Ni un giro de cabeza, ni una sonrisita nostálgica, ni ese gesto tonto de “cuídate”. Nada, solo pasos firmes, frente en alto y actitud de “no tengo tiempo para telenovelas recicladas antes de fichar entrada”. Porque si algo no necesitaba esa mañana, era protagonizar El regreso del ex con coche caro en horario laboral.

Apenas llegué a la entrada del restaurante, capté las miradas. Mateo y Camila estaban justo ahí, en la zona de carga, uno con una caja de refrescos en brazos, el otro fumando a escondidas, pero en ese momento, lo único que levantaban era el cuello, intentando ver mejor el coche negro que se alejaba como si acabara de dejar a una celebridad.

—¿Y esa nave? —preguntó Mateo, dejando la caja en el suelo y levantando una ceja como si estuviera viendo un ovni.

—¿Desde cuándo tienes chofer? —agregó Camila, con los brazos cruzados y esa sonrisa suya que siempre huele a chisme fresco.

—Es mi ex —solté, empujando la puerta con más fuerza de la necesaria, como si al decirlo así, tan simple, se redujera el caos emocional que traía encima.

—¿Ex millonario o ex galán de novela? Porque ese auto no lo maneja cualquiera —la escuché decir a mis espaldas.

No le contesté, no valía la pena, ya adentro, el olor a café recién hecho y pan horneado me devolvió algo de cordura.

Miré mi reloj, a tiempo, milagrosamente a tiempo, más que a tiempo, en realidad, gracias a Julián, pero no se lo iba a agradecer jamás.

Para mi sorpresa, el infame calvo esclavizador, también conocido como mi jefe, con su radar natural para detectar retrasos, solo levantó la vista al verme entrar. Me escaneó de pies a cabeza con su típica expresión de fastidio contenido, asintió apenas con una sonrisa tensa, y volvió a hundirse en su tabla de pedidos como si no hubiera estado esperando el más mínimo segundo de retraso para atacarme.

Casi mágico.

Solté un suspiro, uno de esos que no traen felicidad pero sí una pizca de alivio.

—Bueno, Julián —murmuré mientras me amarraba el delantal sobre el espantoso uniforme amarillo fosforescente que parecía burlarse de toda dignidad humana— Al menos hoy me salvaste de un sermón de media hora.

Aunque fueras un ex con ego inflado y sonrisa de “todo lo tengo bajo control”, había que reconocer que sabías llegar a tiempo, al menos para evitarme una humillación en público.

La jornada arrancó como todas, con una cafetera que sonaba a tragedia inminente, una clienta que pedía “el pan más tostado pero que no esté quemado” (¿ok?) y Mateo tratando de convencer al nuevo que las propinas se duplicaban si usaba gel con aroma a vainilla.

Yo, por mi parte, sobrevivía.

Entre bandejas, pedidos confundidos y un niño que decidió que mi pierna era una servilleta viva, el día avanzaba, y yo, con mi uniforme amarillo fosforescente que parecía gritar “¡Pídeme un combo y una dosis de dignidad!”, trataba de mantenerme cuerda.

Pero el verdadero caos no vino con la mesa diez que pidió cinco platos distintos y compartió uno, ni con el derrame de jugo de naranja sobre mi zapato derecho, no, el verdadero caos llegó en mi descanso programado de diez gloriosos minutos, cuando marqué el número de Rebeca.

—Dime que sobreviviste —dijo apenas contestó.

—Sobreviví… pero he caído en otra trampa.

—¿Qué hizo Julián ahora? ¿Se tatuó tu cara en el pecho? ¿Te pidió matrimonio en pleno desayuno?

—Peor, se portó como si todo esto fuera real, y ahora, gracias a la aparición sorpresa de mi madre con Carlota la perfecta en modo inspector de relaciones ajenas, tengo una nueva pesadilla.

—¿Qué pesadilla?.

—Una invitación al cumpleaños del hijo de Carlota.

Hubo un silencio largo del otro lado.

—Valentina, ¿me estás diciendo que vas a tener que ir con tu ex, fingiendo estar enamorada, a una fiesta familiar llena de tías chismosas, juegos inflables y globos con forma de jirafa?.

—Sí —dije, tragando saliva— Y sin posibilidad de escape. Mi mamá ya volvió a confirmar nuestra asistencia con emojis.

—Esto no es una trampa, amiga, es una emboscada emocional con decoración temática.

—Y Julián… ¡Julián lo tomó con esa cara de “me divierte el circo”! Como si no estuviera cargándome el alma con esta farsa.

—¿Y vas a ir?.

—Claro que voy a ir —dije, apoyando la frente en la mesa del área de descanso— No puedo dejar que Carlota gane. No después de que preguntó con la mirada “¿siguen juntos o están en una de esas pausas modernas que duran años?”.

—Uy, duele.

—Duele en el ego, Rebeca, y en el hígado.

—¿Necesitas ayuda con un plan de escape?.

—Necesito un nuevo nombre, otra vida, y que mi madre no me mire como si Julián fuera el último Pokémon legendario.

Rebeca soltó una carcajada.

—Te llamas Valentina, y tú sola te metiste en esta telenovela, así que ve, sonríe… y haz que Julián sufra con estilo.

Suspiré.

—Rebeca, te odio.

—Y yo a ti, mándame fotos de las tías, las quiero reconocer por sus miradas envenenadas.

Colgué justo cuando el celular volvió a vibrar, esta vez, un mensaje de Julián.




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