Manual para sobrevivir mi ex como Roommate

Capítulo 10

Me desperté con los oídos zumbando. Ni los tapones, ni la playlist de tormenta tropical, ni mi capacidad de autoengaño habían logrado salvarme de la sinfonía nocturna de Julián, era como dormir al lado de un oso con apnea y megáfono incorporado.

Me giré lentamente y lo vi ahí, tan campante, dormido boca arriba, boca entreabierta, con esa paz celestial que solo tienen los que arruinan el sueño ajeno.

—Increíble —murmuré— Roncas como taladro industrial y aun así pareces modelo de pasta dental.

Me levanté con el cabello hecho un nido y las ojeras compitiendo con los mapaches. Tenía que entrar al baño, pero el problema era otro, la ropa estaba en el armario, y el armario estaba en la habitación, y en la habitación estaba Julián.

Ni loca me iba a pasear en toalla frente a él.

Así que tomé la vía diplomática.

—Julián… —lo llamé con voz dulce, como quien canta una nana envenenada.

Él gruñó, medio abriendo un ojo.

—¿Ya es de día?.

—Sí, y tienes baño disponible —le sonreí, señalando la puerta como si fuera la salida de emergencia en un avión.

—¿Me estás echando? —preguntó, con voz ronca de recién despierto.

—Solo te estoy invitando amablemente a que uses la ducha antes de que decida probar mi almohada como método de silencio eterno.

Él sonrió con esa maldita calma suya, se estiró como un gato satisfecho y agarró su ropa sin apuro.

—Está bien, dictadora, voy a bañarme.

En cuanto cerró la puerta del baño, suspiré aliviada, por fin, territorio libre. Abrí el armario y me quedé mirando mi colección de indecisiones de tela.

El dilema, fiesta infantil en casa de Carlota. Tenía que ser alegre pero no ridículo, elegante pero no competitivo, y, sobre todo, a prueba de comentarios venenosos.

El vestido negro gritaba “luto prematuro”, la blusa blanca con jeans parecía “mamá distraída del Pinterest”, el rojo era “hola, soy tu competencia emocional”.

Después de un largo debate conmigo misma, saqué el vestido verde esmeralda, ni demasiado llamativo ni demasiado soso, neutral, pero con carácter.

—Este es —dije al espejo como quien elige espada antes de un duelo medieval.

Al menos tenía el día libre, había prometido a mi jefe esclavizador cubrir un doble turno, y a cambio me soltó este día. Mi sacrificio laboral me había comprado esta jornada: un día entero para enfrentar ronquidos, vestidos y la inminente fiesta temática con tías.

La puerta del baño se abrió despacio y apareció Julián, con el cabello aún húmedo, la toalla apenas sostenida en la cintura y esa tranquilidad suya que parecía sacada de un comercial de colonia.

Yo me quedé quieta, abrazando el vestido verde contra el pecho como si fuera un escudo.

—¿En serio? —pregunté, girando apenas el rostro para no mirarlo de frente— ¿No podías ponerte algo antes de salir?

Él sonrió con toda la calma del mundo.

—Vale, esta también es mi habitación.

Respiré hondo, levantando un dedo para corregirlo.

—No, es nuestra habitación, compartida solo por emergencia… y solo hasta que mi mamá se vaya del departamento, con suerte, mañana mismo.

Julián alzó las cejas, divertido, como si la fecha de vencimiento no lo incomodara para nada.

—Entonces tengo que aprovechar mientras tanto.

—Lo que tienes que aprovechar es para vestirte —dije, avanzando de lado como cangrejo para alcanzar mi ropa sin perderlo de vista.

Él rió bajito.

—Oye, yo no tengo la culpa de que me mandaras a la ducha tan temprano.

—No te mandé, te invité amablemente —corregí, entrando al baño con mi vestido en brazos. Cerré la puerta y aseguré el pestillo como si estuviera guardando un tesoro.

Salí del baño luego de una eternidad, con el cabello húmedo y una ropa cualquiera que agarré del armario a la carrera, una camiseta vieja con un estampado desteñido y unos shorts que deberían haberse jubilado hace años.

El vestido verde esmeralda lo dejé cuidadosamente doblado en la silla de la sala, lejos de la humedad y de cualquier accidente con la espuma de afeitar. Ese era el uniforme oficial para enfrentar a las tías chismosas, pero aún no había llegado la hora de entrar en modo “Valentina impecable”.

El baño había sido un campo de batalla, primero, lidiar con mi cabello, quince minutos de secador y crema, y aun así algunos mechones quedaron en pie como si tuvieran vida propia, decididos a captar señal satelital. Después, la depilación express, cuchilla en mano, espuma de jabón y contorsiones dignas de yoga para alcanzar cada rincón.

Un pequeño rasguño en la rodilla fue la única baja de la operación, aunque podría presumirlo como herida de guerra, y como si fuera poco, terminé con la cara cubierta de vapor, viéndome en el espejo como un personaje escapado de una caricatura que no decide si va a la gala o a un entrenamiento olímpico.

Con esa mezcla de triunfo y cansancio, crucé el pasillo directo a la cocina, esperando que el olor a café me recibiera como un abrazo cálido, pero nada, solo silencio y olor a nada, era como llegar a un concierto y descubrir que la banda principal canceló.

Lo que realmente esperaba era encontrar a mamá en modo chef matutino, como la última vez, tocino crujiente, huevos revueltos esponjosos y esa mirada orgullosa que siempre venía acompañada de interrogatorio. En cambio, la cocina estaba vacía, tan vacía que hasta la cafetera parecía deprimida, como si supiera que la habían abandonado en la peor de las mañanas.

En la mesa, junto a un plato con migas sospechosas, había una nota escrita con su letra inclinada

"Chicos, salí corriendo, me olvidé de comprar un regalo para el bebé. Vuelvo en breve".

Suspiré, levantando la hoja como quien lee una sentencia judicial.

—Perfecto, misión abandonada.

Me giré hacia Julián, que ya estaba en la cocina con esa cara de recién salido de revista, cabello aún húmedo y actitud relajada.




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