La hora de la famosa fiesta infantil había llegado. El evento social del año, según Carlota, y el campo de batalla personal para mí.
Mamá había pasado la mañana repitiendo, que Julián tenía coche y que era mejor que fuera con él. “Va a ser más cómodo, Valentina”. Claro, más cómodo para ella, que iba feliz en su propio vehículo, escuchando baladas y practicando mentalmente el discurso sobre lo maravillosa que era su sobrina Carlota, la madre ejemplar, organizadora de cumpleaños temáticos como si fueran coronaciones reales.
Yo, en cambio, estaba sentada en el asiento del copiloto del coche de Julián, cruzada de brazos, con cara de quien asiste a su propio juicio.
—Relájate —dijo él, girando el volante con esa facilidad suya— No es como si fuéramos a una guerra.
—¿No? —lo miré de reojo—Vamos a una fiesta de un año, organizada por Carlota, te aseguro que habrá más armas emocionales que en una batalla medieval.
Él se rió, encantado.
—Exageras.
—No exagero, preveo.
Julián seguía conduciendo con calma, mientras yo repasaba mentalmente el guión, sonrisa educada, saludos corteses, nada de sarcasmos demasiado evidentes y, sobre todo, fingir que mi relación con él seguía viva, saludable y brillante, casi nada.
Llegamos detrás del coche de mamá, quien estacionó con la agilidad de quien ya se siente en su territorio. Yo bajé del coche de Julián con resignación y vi a mamá saludarnos desde lejos, radiante.
La fachada de la casa de Carlota estaba decorada como si fuera el castillo de Disney patrocinado por una tienda de globos. Había columnas de globos dorados y verdes en la entrada, un arco con jirafas inflables y hasta una alfombra roja, sí, roja, para que los invitados caminaran como estrellas de cine camino a un estreno.
—¿Ves? —le susurré a Julián— Te dije que era realeza infantil.
Él sonrió, mirando la jirafa inflable que parecía vigilarnos con superioridad.
—Me pregunto si el bebé tendrá su propia corona.
—No lo dudes —respondí.
Entramos juntos, mamá ya nos había adelantado. Apenas crucé el umbral, lo primero que sentí fue el olor a flores y pastel, Carlota estaba en medio de la sala, vestida como si fuera a una boda en la Toscana, impecable, con un vestido blanco con bordados dorados y el bebé en brazos, vestido de mini príncipe.
Lo admito, el niño era precioso, ojazos enormes, sonrisa de anuncio, cachetes de anuncio de crema. El problema no era el bebé, era el combo de Carlota y su esposo, un hombre tan estirado que parecía tener un palo invisible en la espalda.
—¡Valentina! —dijo Carlota, con entusiasmo estudiado— ¡Julián!.
Y ahí estaba, el momento del saludo, puse mi mejor sonrisa de plástico y me acerqué.
—Felicidades, el bebé está hermoso —dije, sincera en eso al menos.
Carlota sonrió con orgullo, como si hubiera horneado al niño personalmente, Julián, en cambio, fue perfecto en su papel, tomó la mano del bebé con cuidado y dijo:
—Se nota a quién salió la belleza.
Las tías, que ya estaban aglomeradas como jurado de un reality show, soltaron un “awww” colectivo. Era oficial, Julián acababa de ganarse el primer lugar en el ranking de “yernos perfectos”.
Yo saludé con educación fingida a cada una de mis tías, sus abrazos eran cálidos, pero sus sonrisas tenían el filo de un cuchillo recién afilado, y pronto comenzaron las preguntas.
—¡Qué alegría verlos juntos otra vez! —dijo la tía Rosa, apretándome la mano como si me estuviera transfiriendo electricidad.
—Sí, sí —intervino la tía Carmen— Ya era hora de que pusieras cabeza, Valentina, no se puede dejar ir a un hombre así.
Yo sonreí, como estatua de cera.
—Claro, tía.
Julián, por supuesto, parecía disfrutarlo, me pasó un brazo por la espalda y las tías casi aplauden.
—Valentina siempre me mantiene en línea —dijo él, con tono de complicidad.
Risas, más risas, y yo mordiéndome la lengua para no soltar un comentario que nos dejara a ambos en evidencia.
Nos llevaron directo a la mesa de honor, al lado de Carlota, mamá y, por supuesto, las tías venenosas. El show apenas empezaba.
La decoración era un derroche, centros de mesa con jirafas de peluche, globos con luces LED, una mesa de postres que parecía sacada de Pinterest premium y un pastel de tres pisos con la cara del bebé en fondant.
Yo miraba todo aquello y pensaba que el pobre niño no iba a recordar nada, salvo en fotos que Carlota iba a imprimir en tamaño póster.
Entonces comenzó la verdadera tortura, los consejos de las tías.
—Valentina, mijita —empezó la tía Carmen— No olvides que al hombre hay que tenerlo siempre bien comido, barriga llena, corazón contento.
—Y camisa planchada —agregó la tía Rosa, asintiendo con autoridad— Un hombre con arrugas en la ropa empieza a mirar para otro lado.
Yo asentía, por fuera educada, por dentro gritando.
—Y nunca discutas en público —añadió la tía Julia, con tono de sentencia— Eso se habla en casa.
Julián me miraba con esa chispa en los ojos, disfrutando como niño en parque de diversiones.
—¿Estás tomando nota? —me susurró.
—Sí —respondí en el mismo tono— Pienso tatuármelas en la frente.
El desfile de consejos siguió, aprender a hacer postres caseros, mantener siempre perfumada la casa, sonreír incluso si uno está enojada, yo tomaba sorbos de mi refresco como quien toma tequila en un velorio.
La música infantil sonaba de fondo, los niños corrían entre mesas y yo solo pensaba en sobrevivir. Mamá, por su parte, estaba feliz, conversando con Carlota y halagando la decoración como si fuera digna de una revista internacional.
Julián, mientras tanto, era el héroe del día, cargaba al bebé, hablaba con los primos, escuchaba a las tías y hasta ayudó a inflar un globo desinflado, yo lo miraba y solo podía pensar: “Este hombre nació para brillar en fiestas familiares".