Cuando apreté “eliminar para todos” y vi desaparecer mi nota de voz del chat, sentí un suspiro de alivio recorrerme entera, pero me duró lo que un pastel en la mesa de postres, tres segundos exactos.
Porque Carlota, mi prima, mi némesis, mi archienemiga en vestidos blancos con bordados dorados, reapareció en el grupo como administradora del apocalipsis y escribió.
"Valentina, ¿y esto por qué lo borraste?"
Y no solo eso, lo había reenviado, enterito, completo, con mis carcajadas, mis comentarios sobre las jirafas de peluche más carismáticas que los invitados, el papá estirado que parecía tener un palo invisible en la espalda, y, la joya de la corona, mi confesión de que lo de Julián y yo era una farsa.
Fue como ver a alguien clavarme un cuchillo y después darle replay.
Me quedé helada en medio del cuarto del bebé, rodeada de jirafas de peluche tamaño natural, como si fueran jurado del desastre, y cuando levanté la vista, ahí estaba él, Julián, apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa ladeada.
—¿Ensayando monólogos de comedia en el cuarto del niño? —preguntó, como si la tierra no acabara de tragarme.
—Esto no es gracioso, Julián —le susurré, enterrando el celular en el bolsillo como si eso lo hiciera desaparecer del mundo.
—Yo lo escuché. Y… fue gracioso. —Su sonrisa se amplió— Brutal, pero gracioso.
—Estoy acabada, toda mi familia ahora sabe que lo nuestro es una mentira, que pienso que el esposo de Carlota es un palo con corbata y que mis tías deberían abrir un museo del consejo anticuado.
Él soltó una carcajada suave, como quien disfruta de una película con palomitas.
—Pues, míralo por el lado positivo, ya no tienes que fingir tanto.
Yo cerré los ojos, exasperada.
—¿De verdad no te preocupa?.
—Claro que me preocupa —dijo, con esa calma que me descoloca— Pero también sé que si alguien va a salir de esto con estilo, eres tú.
“Con estilo”, pensé, sí, claro, con estilo de catástrofe anunciada.
Respiré hondo, no podía quedarme encerrada en ese cuarto lleno de jirafas eternamente.
—Tenemos que volver.
Julián extendió el brazo como caballero de película antigua.
—Al ruedo, señorita.
Salimos juntos, y lo primero que sentí fue el silencio, ese silencio cargado, incómodo, que se hace cuando alguien entra a una sala después de que todos han estado hablando de esa persona, bueno, de esa persona y de su nota de voz filtrada.
Los cuchicheos empezaron de inmediato. Una tía susurró algo en el oído de otra, que soltó una risa ahogada, una prima me miró con los ojos muy abiertos, y un tío levantó las cejas como si estuviera confirmando una teoría conspirativa.
Y entonces, vi a Carlota, en el centro de la sala, impecable, radiante, con el bebé aún en brazos, mirándome con esa cara de satisfacción pura, no necesitó decir nada, su sonrisa de medio lado lo gritaba: “Eres un desastre, Valentina, un espectáculo gratis, gracias por darle sazón a mi fiesta.”
Junto a ella, su esposo, el estirado, me observaba con una expresión que mezclaba desaprobación y triunfo, como si mi audio hubiera sido su medalla olímpica. “Siempre lo supe”, decían sus ojos. “Siempre supe que eras la oveja negra de esta familia.”
Yo quería convertirme en humo y desaparecer, pero en lugar de eso, sonreí, sonreí como las reinas caídas en desgracia que todavía conservan la dignidad en las portadas de las revistas.
Y ahí vinieron, inevitablemente, las tías.
—Ay, Valentina —dijo Rosa, con una sonrisa tensa— Qué cosas tienes, una no espera esas sorpresas en medio de una fiesta.
Carmen suspiró, con las manos en el pecho.
—La verdad es que sí es una decepción, mijita, todas pensábamos que habían vuelto de verdad, Julián es un gran partido, educado, trabajador, cariñoso.
—Y con buen porte —añadió Julia, sin pudor, mirándolo de arriba abajo como si lo estuviera comprando en catálogo.
Julián, en su papel de santo mártir, sonrió con educación.
—Gracias, tía Julia, qué amable.
Yo lo miré con ojos que decían: “¡No disfrutes tanto!”. Pero él parecía pasárselo bomba.
Para coronar, una prima, Lucía, se acercó con el celular en alto.
—Mira, Vale, al menos ya eres un sticker.
Me mostró la pantalla, una foto mía con cara de estatua de cera, y el texto “¡Esto es un circo!”.
—Perfecto —murmuré— Justo lo que soñaba, inmortalidad en stickers familiares.
Mientras tanto, Carlota continuaba mirándome de reojo con esa sonrisa triunfal, disfrutando mi desgracia como si fuera el clímax de la fiesta, y su esposo, rígido, asintiendo lentamente, como confirmando que la naturaleza siempre sigue su curso, yo la oveja negra, en pleno espectáculo.
Los comentarios siguieron, algunos con burla, otros con decepción, hubo incluso un primo que me susurró:
—No te preocupes, Vale, yo también pienso que las jirafas eran demasiado.
No pude evitar sonreírle, al menos alguien me entendía.
El resto de la fiesta fue un suplicio, yo intentando mantener la compostura, Julián jugando a ser mi sombra y protector improvisado, y las miradas, siempre las miradas, perforándome desde cada esquina.
Cuando por fin terminó y nos despedimos, mamá tomó sus llaves y se fue en su coche, radiante, como si nada hubiera pasado, Julián me abrió la puerta del suyo y me subí con el peso del universo encima.
El camino de regreso fue silencioso, yo solo podía pensar en el eco de las risas, las frases de las tías, la sonrisa congelada de Carlota y esa cara de “te lo dije” del estirado.
—No estuviste sola ahí —dijo Julián al fin, con voz tranquila.
Lo miré.
—Gracias… aunque parece que soy la villana oficial de la familia.
Él sonrió de medio lado.
—Bueno, las villanas siempre son las más interesantes.
Llegamos al departamento tarde, yo me bajé agotada, queriendo esconderme bajo las sábanas, pero ahí estaba mamá, sentada en el sofá, esperándome con una taza de té y la mirada fija.