La mañana empezó con el eco del desastre todavía vibrando en mi celular, porque si pensaba que el audio vergonzoso se había quedado atrapado únicamente en el grupo familiar, estaba completamente equivocada, el chisme viajó con la velocidad de la luz, multiplicándose en grupos lejanos que nada tenían que ver con la fiesta del bebé y para mi desgracia, en menos de veinticuatro horas ya era contenido viral en la pequeña galaxia social que habitaba, era como si hubieran liberado a una bestia que todos alimentaban con memes, stickers y comentarios que me tenían entre la risa nerviosa y las ganas de mudarme a otro continente.
Abrí los ojos lentamente, lo primero que sentí fue calor, y no precisamente el de las sábanas. Era Julián, dormido a mi lado, con el brazo medio extendido hacia mí, como si hubiera querido asegurar que no me escapara en medio de la noche.
Me quedé quieta, observándolo de reojo, su respiración tranquila, su cabello un poco desordenado y esa expresión serena que parecía un insulto contra mi insomnio.
Me pregunté en qué momento se volvió normal que él durmiera ahí, tan cerca, como si nada, como si no fuera el mismo Julián que me había vuelto loca años atrás y con quien había estado fingiendo una relación, y lo peor fue darme cuenta de que, en medio del caos del audio viral, lo único que había sentido realmente seguro fue dormir con él al lado.
Me levanté de puntillas, intentando no despertarlo, y me metí al baño. Cerré la puerta y me senté en el borde de la tina con el celular en la mano, las notificaciones seguían llegando en cascada, como un carnaval digital, entre ellas, los mensajes de Rebe.
—Vale, ya eres patrimonio cultural de WhatsApp —me escribió, acompañando el mensaje con un sticker mío llorando editado como la Mona Lisa— Estoy orgullosa.
No supe si reír o bloquearla, pero terminé riéndome, porque si alguien tenía talento para burlarse de mi desgracia y hacerla divertida era ella.
Rebe me mandó videos, audios doblados y hasta un collage donde aparecía yo con un micrófono como si fuera comediante de stand up.
—Tranquila amiga, el mundo no necesita Netflix mientras tú existas —agregó.
Y así, entre risas, ironías y burlas, el miedo fue bajando de volumen, lo suficiente como para que dejara de pensar en mudarme a una montaña y empezara a aceptar que, bueno, ya era chisme viral, y que si no podía detenerlo, al menos podía reírme de él.
Me metí a la ducha, dejé que el agua caliente me despejara la cabeza y salí con otra cara, cuando entré a la cocina, ya arreglada para ir al trabajo, el olor a café me golpeó como un abrazo.
—Buenos días hija —dijo mamá con una sonrisa tranquila— ya hice café y dejé pan con mantequilla y queso en la mesa, también unas frutas.
—Mamá, no tenías que…
—Claro que sí, quiero dejarles todo listo antes de irme —respondió, mientras organizaba bolsas con algunas cosas del mall y cerraba la maleta con esa fuerza misteriosa que solo tienen las madres.
Se sentó frente a mí y deslizó discretamente un paquete envuelto en papel con florecitas.
—Esto es para ustedes —dijo como si nada— un juego de sábanas nuevas, es una tradición que me enseñó mi abuela, para las parejas recién juntadas.
—Mamá…
—No digas nada, es solo un detalle —respondió con una sonrisa traviesa.
En ese momento apareció Julián, recién duchado, con el cabello húmedo, saludando con un beso en la mejilla a mi madre, como si fuera su hijo adoptivo.
—Buenos días, ¿necesita ayuda?
—Sí hijo, con la maleta y estas bolsas que compré ayer, quiero subirlas al carro.
Y ahí estábamos, Julián y yo, cargando maletas, bolsas con zapatos, blusas y hasta una lámpara que mamá había decidido que era necesaria para su sala. Ella iba feliz, organizando todo en su propio auto, y de paso nos daba instrucciones como si estuviéramos en misión militar.
—Con cuidado, no vayan a golpear la maleta, y las bolsas del mall pónganlas arriba, que no se aplasten.
—Mamá, no vamos a mandar tu maleta a la guerra —bufé mientras sudaba.
—Hija, nunca se sabe —contestó con su tono solemne, como si hablara de secretos de Estado.
Después de todo el operativo, mamá nos abrazó fuerte, agradecida, y se subió a su carro. Nos quedamos viéndola irse, mientras yo sentía una mezcla rara de alivio y vacío, como si de pronto hubiéramos perdido la supervisión constante.
—¿Lista para enfrentar otro día de fama involuntaria? —preguntó Julián, dándome un codazo suave.
—No me recuerdes, todavía sueño con jirafas de peluche juzgándome.
Él rió y me abrió la puerta de su coche, porque después de semejante escándalo todavía tenía tiempo de ser caballeroso.
El trayecto hasta el restaurante, donde yo trabajaba, fue un silencio extraño, ni incómodo ni tranquilo, más bien cargado de pensamientos que ninguno de los dos dijo en voz alta. Yo, porque no quería admitir lo que había sentido al dormir a su lado, y él, porque parecía demasiado ocupado tarareando una canción inventada para provocarme.
Llegamos, me bajé con resignación y respiré hondo, ya me imaginaba lo que me esperaba.
No fallé.
Apenas entré, vi a mi jefe, el calvo explotador profesional, levantar la vista de la caja registradora y mirarme como si hubiera descubierto a un infiltrado en su ejército de meseros.
—Ah, señorita Valentina, qué gusto tener una celebridad en el restaurante —dijo con esa sonrisa sarcástica que usaba cuando quería humillarme sin que sonara demasiado directo.
—Buenos días jefe —respondí con una sonrisa igual de falsa— ¿le sirvo un café o un sticker de cortesía?
Él bufó y volvió a su libreta, pero mis compañeros no tuvieron piedad. Apenas crucé la cocina, ya estaban todos con los celulares en alto.
—¡Aquí viene la influencer del momento! —gritó Andrés, el cocinero, haciendo reverencia exagerada.
—Silencio, silencio —dijo Clara, la mesera más chismosa, mientras reproducía mi audio a todo volumen— “El esposo de Carlota es un palo con corbata…”