Manual para sobrevivir mi ex como Roommate

Capítulo 15

El bus avanzaba lento, como si estuviera compitiendo con una tortuga coja, y yo iba sentada mirando por la ventana con la cabeza apoyada en el cristal que vibraba con cada bache.

No era la primera vez que hacía el trayecto hasta el apartamento, pero esa tarde en particular me sentía diferente, como si no me pesara tanto el doble turno ni el cansancio acumulado en las piernas.

A pesar de todo, había una energía rara en mí, una especie de chispa que me hacía sonreír sola mientras escuchaba la conversación de dos señoras que discutían sobre cuál era el mejor remedio para la gripe, porque una juraba que era miel con limón y la otra aseguraba que nada le ganaba a la sopa de pollo. Yo pensaba que lo mejor sería dormir doce horas seguidas, pero decidí no opinar para no ganarme miradas asesinas.

El trayecto tuvo de todo, un niño llorando porque quería helado, un hombre que parecía narrador de radio comentando su vida entera por teléfono y la clásica pasajera que empuja aunque haya espacio de sobra. Aun así, yo iba tranquila, como si de pronto todo lo que había pasado los últimos días, el escándalo del audio, las burlas en el restaurante, la fama involuntaria, todo eso, hubiera encontrado una forma de volverse menos pesado.

Tal vez tenía que ver con el mensaje que me había mandado Julián unas horas antes. Me había escrito que podía pasar a buscarme después del trabajo, que no tenía que cargar con el cansancio ni con el transporte público, pero yo me negué.

No quería hacerlo esperar y además sentía que necesitaba esos minutos sola para ordenar la cabeza. Él, por supuesto, había respondido con un emoji de fastidio, y yo con un sticker de cabra sonriendo, lo que resumía perfectamente nuestra relación actual, un intercambio constante entre sarcasmo y complicidad.

Cuando por fin bajé del bus y caminé hasta el edificio, lo último que esperaba era encontrarme con un aroma delicioso saliendo del apartamento. Abrí la puerta despacio, con la idea de que probablemente él estaba cenando cualquier cosa improvisada.

Julián estaba en la cocina, de pie frente a la estufa, con un delantal gris que le quedaba ridículamente bien, moviendo una sartén como si fuera un chef de esos que salen en la televisión y nunca se manchan la ropa.

Había verduras picadas sobre la mesa, una botella de vino abierta y hasta un pan que parecía recién horneado.

Me quedé en la puerta, en silencio, mirándolo, sin saber si reírme o grabar un video para exponerlo como fraude.

—¿Puedo saber qué es todo esto? —pregunté al fin, cruzándome de brazos.

Él giró apenas la cabeza y sonrió con esa calma que le era tan natural.

—Cena, ¿o qué pensabas? —dijo mientras agregaba condimentos con un movimiento exagerado, como si tuviera público aplaudiendo.

—La última vez que cocinaste parecía que estabas alimentando a un prisionero político —le recordé, acercándome para husmear.

Él rió, sacudiendo la sartén con tanta seguridad que yo temí que en cualquier momento el pollo saliera volando.

—Digamos que hoy tenía motivación extra.

No quise preguntar cuál, porque sospechaba la respuesta y no estaba lista para escucharla. Así que en lugar de eso me ofrecí a ayudar, lo cual fue un error.

—Déjame picar las verduras —dije, buscando un cuchillo.

Julián me miró como si hubiera propuesto pilotar un avión sin entrenamiento.

—Vale, tú eres la persona que una vez dejó quemar hasta el agua —me recordó con una sonrisa torcida— No arriesgaré mi obra maestra culinaria.

—Exagerado —me defendí, aunque recordaba perfectamente aquella vez que olvidé la olla en la estufa y terminamos comiendo pan con queso.

Al final insistí tanto que me dejó cortar un par de tomates, fue un desastre, terminé con rodajas torcidas, algunas demasiado gruesas, otras casi transparentes, Julián se acercó, tomó el cuchillo de mis manos y susurró divertido.

—Definitivamente no sobrevivirías en un programa de cocina.

—Pero sí sobreviví a mi familia después del audio —le respondí con orgullo— Eso es mucho más complicado.

Se echó a reír, y por un segundo, mientras estaba tan cerca de mí corrigiendo mi forma de sostener el cuchillo, me di cuenta de lo fácil que era tenerlo al lado, lo natural que se sentía su presencia en ese espacio que poco a poco estaba empezando a parecer también mío.

Entre bromas y chistes, terminamos cocinando juntos, yo más estorbando que ayudando, claro, pero no me importaba, porque cada comentario suyo era una excusa para reír, y cada risa mía parecía contagiarlo a él.

Puso música de fondo, una lista cualquiera que terminó sonando a fiesta improvisada, y en un momento nos sorprendimos bailando en la cocina, con una cuchara de madera como micrófono y la sartén como tambor improvisado.

—Si Rebe nos viera ahora nos cobraría entrada —comenté sin aliento después de un par de vueltas torpes.

—Pues que venga, le cobramos nosotros —contestó él, guiñándome un ojo.

La cena quedó espectacular, lo admito. Pollo con salsa de vino, vegetales al horno, pan caliente y una copa de vino que, aunque él insistió que era solo de supermercado, sabía como si lo hubieran traído de Francia en avión privado, nos sentamos frente a frente, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la mesa no estaba vacía.

La conversación fluyó ligera, entre recuerdos de la infancia, chistes sobre nuestros compañeros de trabajo y hasta imitaciones de mi jefe calvo esclavizador que nos hicieron llorar de la risa. Yo exageraba su manera de gritar órdenes y Julián hacía el papel de cliente exigente que quería descuentos por mi fama viral.

—Lo siento señor, no tenemos dos por uno en hamburguesas por escuchar mi audio —le dije con voz seria, mientras él se hacía el indignado.

—Pues debería, yo vine aquí solo por la celebridad del circo —respondió golpeando la mesa con la palma.

Nos reímos tanto que casi se me olvidó que estábamos cenando en el mismo apartamento donde apenas unos días antes todo era un campo de batalla emocional.




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