El sol entró con una insolencia que yo no había autorizado, atravesando las cortinas como cuchillos de luz y clavándose directamente en mis párpados. Abrí un ojo con esfuerzo, como si me pesara media tonelada, y lo primero que vi fue el techo del apartamento, seguido del recuerdo más reciente: Julián y yo, sentados frente al mar, de madrugada, con esa conversación que había quedado flotando en el aire como una canción a medio terminar.
Y no, no era un sueño. Lo había dicho en voz alta, que quería estar conmigo, que aunque yo fuera un caos, una desorganizada crónica y pésima en la cocina, él me veía como alguien grandiosa. ¿Qué hacía yo con eso? Pues lo mismo que siempre: colapsar en silencio.
Me levanté tambaleándome y me arrastré hasta la cocina, porque mi organismo exigía café con la misma urgencia con la que otros piden oxígeno. El olor a café recién hecho llenó el aire, casi logrando que me olvidara del revoltijo emocional en el que estaba.
Hasta que sonó mi celular.
Al ver el nombre en la pantalla. Contesté con resignación, porque con ella nunca había escape.
—Hola Rebe.
—¡VALENTINAAA! —gritó al otro lado, tan fuerte que tuve que apartar el teléfono por un momento.
—Por favor, baja el volumen, que no estoy lista para una resaca emocional.
—¡¿No me contaste que Julián te recogió en la reunión familiar como si fueran final de novela turca?!.
Me atraganté con el café, literalmente, tosí como si estuviera aprendiendo a respirar de nuevo.
—¿Cómo lo sabes?.
—Vale, los rumores son más rápido que el WiFi. Una de tus tías subió un video al grupo de la iglesia. ¡TE BAJASTE DEL BRAZO DE JULIÁN COMO UNA PRINCESA!.
Me tapé la cara con la mano.
—No fue así, era solo… un gesto.
—Un gesto Vale, ¡ese hombre está súper enamorado’! —Rebe estaba en modo locutora de radio— Oye, yo que tú ya estaría eligiendo vestido de compromiso.
—¡Rebe! —grité, pero mi voz sonaba más a súplica que a enojo.
Ella rió, disfrutando de mi incomodidad como si fuera Netflix.
—Nada más digo, nada más digo… y cuando se casen, acuérdate que yo exijo ser madrina del ramo.
Me desplomé contra la mesa, si las paredes pudieran absorber mi vergüenza, este apartamento ya sería un agujero negro.
—Te dejo, tengo que ir a trabajar.
—Anda rápido, que Julián no te deje ir sola, ¡ese hombre vale oro!.
—Adiós, Rebe —Colgué antes de que siguiera y apagué el celular, porque si no, ella misma iba a llegar al restaurante a armarme un trending topic.
El problema fue que esa vergüenza no se me bajaba, y cuando escuché pasos en el pasillo y la voz grave de Julián que murmuraba algo sobre llevarme, me entró el pánico. Yo no estaba lista para que me llevara al trabajo, no después de lo que había dicho Rebe.
Así que, cual adolescente que se escapa de casa para ir a un concierto, agarré mi bolso, me puse los zapatos al revés y salí del apartamento de puntillas, casi rezando para que Julián no me atrapara.
Bajé las escaleras como fugitiva y terminé en la parada del trasporte. La fila ya parecía una peregrinación, pero prefería mil veces el infierno del transporte público a enfrentar la sonrisa de “sé que te puse nerviosa” de Julián.
Me subí como pude, aplastada entre un señor que olía a colonia barata y una señora con una bolsa de pan.
—Perdón, es que el pan se resbala —dijo la señora sonriendo.
—No se preocupe… —respondí, aunque por dentro ya estaba inventando formas de teletransportarme.
Intenté sacar los audífonos para aislarme, pero claro, estaban enredados como si hubieran tenido una fiesta de cables durante la noche. Al final me rendí y me dediqué a mirar por la ventana, recordando que Julián desde hace días insistía en llevarme al trabajo “para que no pasara estas cosas”.
La odisea terminó veinte minutos después, cuando por fin bajé cerca del restaurante. Ya iba tarde, por supuesto.
Apenas crucé la puerta del restaurante, me encontré con la mirada de mi jefe, fija en mí como un rayo láser. Su calva brillaba bajo la lámpara del pasillo como si hubiera contratado a alguien para lustrársela cada mañana.
—Valentina —dijo con voz grave y solemne, como si estuviera a punto de anunciar mi expulsión del planeta— Otra vez tarde.
Me quedé clavada en el sitio, sujetando la correa del bolso como si fuera un salvavidas.
—Lo siento, de verdad, hubo un problema con el transporte.
Él frunció el ceño, y podía jurar que hasta se escuchó un chirrido en sus cejas de tanto que se juntaron.
—Siempre hay un problema distinto contigo. El transporte, el tráfico, la lluvia, que se te olvidó la alarma, que el perro del vecino ladró demasiado… ¿Sabes lo único que nunca cambia? Que llegas tarde.
Apreté los labios y puse cara de mártir resignada, aunque por dentro estaba preparando un repertorio de excusas que probablemente no servirían de nada.
—Tiene razón —dije al fin, con tono solemne—Pero mírelo por el lado positivo: soy consistente.
Él me observó como si estuviera considerando seriamente si podía despedirme en ese mismo instante por insolencia.
—Esto es un restaurante, no un club de comedia —replicó seco— Aquí la gente viene a comer, no a escuchar tus ocurrencias. Ponte a trabajar, y por favor, esta vez evita volcar cosas sobre los clientes.
—Fue un accidente —murmuré mientras me ataba el delantal.
—Pues procura que no vuelva a ocurrir, aquí no damos descuentos por espectáculos improvisados.
Lo vi alejarse hacia la cocina, erguido, con las manos detrás de la espalda, como un emperador supervisando a su ejército de meseros, yo suspiré y me puse a trabajar, repitiéndome que esta vez sería impecable.
Spoiler: no lo fui.
Desde el primer momento, mi cerebro decidió que era un buen día para no obedecer. ¿Y de quién era la culpa? De Julián, obviamente. Porque una no puede escuchar “quiero estar contigo aunque seas un desastre” y después simplemente seguir como si nada. No, mi mente estaba reproduciendo en bucle esa frase como si fuera el hit del verano.