La mañana después del cine amanecí con la cabeza aún girando, literalmente soñé con Julián y no de la forma ridícula que Rebe se imaginaría, sino con esa frase que él había dejado escapar y que me tenía dando vueltas como trompo, “nunca pude olvidarte del todo”.
La escuchaba en mi mente mientras me hacía café, intentando convencerme de que quizá él hablaba de mi forma de arruinar las palomitas, o de mi manía de morder el popote, pero no, en mi interior sabía que era otra cosa y eso me tenía entre nerviosa y… feliz, aunque no lo admitiera en voz alta.
Me refugié en la cocina con mi taza como escudo, cuando sonó la notificación del grupo familiar, que en mi vida siempre ha sido peor que las cadenas de WhatsApp con maldiciones. Abrí el celular y ahí estaba, Carlota, como siempre, con ese talento para aparecer en el peor momento.
El mensaje era un párrafo largo y pasivo-agresivo, digno de premio literario, invitaba a “una pequeña reunión familiar, solo los cercanos”, y remataba con un misil disfrazado: “cada quien puede traer a su pareja, si la tiene, claro”. Ni una mención a Julián, nada, como si hubiera caído en un agujero negro.
—¿Otra vez tu cara de funeral? —preguntó Julián entrando a la cocina, despeinado, con la camiseta medio arrugada y ese aire de recién levantado que me hacía preguntarme cómo podía verse tan bien sin esfuerzo.
—Mira esto —le pasé el teléfono como quien entrega pruebas de un crimen.
Él lo leyó tranquilo, arqueó una ceja y soltó, sin alterarse.
—La famosa Carlota en acción.
—¿Viste cómo lo escribió? —dije, cayendo en la silla con dramatismo— Como si quisiera remarcar que tú no estás invitado.
Él sirvió café como si nada, se sentó frente a mí y, con la calma de quien habla de un paseo al parque, dijo:
—Entonces iremos los dos.
Yo casi me atraganto.
—¿Cómo que iremos los dos? ¿No viste que ni te nombró?.
—Precisamente por eso, si cree que puede borrarme del mapa, sorpresa. Además, ¿quieres ir sola?.
No respondí, porque la verdad no quería. Me aterraba enfrentar sola a Carlota y a mis tías opinólogas.
—Lo sabía —dijo él, sonriendo como si leyera mi mente— Yo voy contigo.
—No, Julián —repliqué, apretando la taza— No quiero seguir mintiendo.
Él se quedó mirándome serio, y por primera vez en mucho tiempo lo vi dudar.
—Vale, no es mentira que estoy aquí contigo.
Sentí un cosquilleo en el estómago, pero sacudí la cabeza, como si pudiera borrar esas palabras de mi mente. No quería darles vueltas, no quería quedarme atrapada en lo que podía significar, así que decidí silenciar mi cerebro y enfocarme en otra cosa, cualquier cosa.
Me levanté con la excusa de arreglarme, como si el simple hecho de maquillarme pudiera ordenar también mi caos interno. Caminé hasta el baño, encendí la regadera y me quedé un momento frente al espejo, suspirando, no quería seguir jugando, pero tampoco quería que Carlota me pisoteara otra vez.
Así que, contra todo pronóstico, decidí arreglarme como nunca, al salir de la ducha me sequé el cabello con paciencia, me peiné con esmero, me maquillé sin exagerar, pero suficiente para que hasta yo misma me sorprendiera en el espejo. Me puse un vestido sencillo, elegante, y unos tacones que me hacían sentir poderosa, aunque sabía que terminaría con los pies llorando.
—Wow —escuché la voz de Julián detrás de mí cuando salí al pasillo— Si así ibas a vestirte, yo hubiera reservado mesa en un restaurante caro.
Rodé los ojos, pero por dentro sonreí.
—No lo hago por ellos, lo hago por mí —dije.
Él asintió con esa expresión orgullosa que me desarmaba.
Mientras tanto, mamá había escrito en el grupo familiar, excusándose con su eterna sinceridad: “No podré ir, tengo clase de yoga”. Yo me reí sola, admirándola, ella nunca trataba de impresionar a nadie, hacía lo que quería y punto. Algún día esperaba llegar a ese nivel de independencia emocional.
La reunión comenzó como siempre, con Carlota en modo anfitriona reina del drama. Al llegar, me recibió con una sonrisa que más bien parecía anuncio de pasta dental vencida.
—Ay, Valentina, qué sorpresa, pensé que vendrías… sola.
Yo levanté la barbilla y sonreí.
—Pues ya ves, vine completa.
En la mesa me encontré con las tías, desplegadas como jueces de concurso de belleza.
—Ay, Vale, estás flaca, ¿segura que comes bien? —disparó la primera.
—Ya va siendo hora de que busques a alguien, mija, se te va a pasar el tren —añadió la segunda.
—Qué lástima que no hayas vuelto con Julián, ese sí era partido —remató la tercera, que siempre iba directo al corazón como cirujano sin anestesia.
Me atraganté con un canapé, pero no perdí la compostura.
—Tía, tranquila, el tren lo manejo yo, y si quiero me bajo en cada estación a tomar café.
Se rieron incómodas, aunque las miradas de complicidad dejaban claro que el veredicto era unánime: debía atrapar marido antes de convertirme en estatua.
Carlota, por supuesto, no perdió tiempo en atacarme veladamente.
—Algunas inventan historias para llamar la atención, pero al final… la verdad siempre sale a flote.
Yo respiré hondo y le sonreí con dulzura.
—Sí, y por suerte la verdad siempre me queda mejor que la ficción.
Carlota casi se atraganta con su vino. Fue mi pequeño triunfo de la noche.
La cena siguió entre consejos anticuados, arroz con pasas sospechosas y pollo seco, mientras yo sonreía y respondía con ironía cada comentario, pero la tensión bajó de golpe cuando, hacia el final, escuché el timbre de la puerta.
Era Julián.
Entró impecable, con camisa clara y esa seguridad que parecía iluminar todo el salón. Varias tías se quedaron mudas, como si hubieran visto aparecer al mismísimo príncipe azul.
—Buenas noches, vine a buscar a Vale —dijo con calma, saludando a todos como si fueran viejos amigos.
Carlota tragó saliva, mis tías, en cambio, parecieron despertar de un trance.