Ha pasado una semana desde que comenzaron a adaptarse a la rutina. Acordaron que cada integrante de la banda tendrá clases con Santiago dos veces a la semana, excepto Rylan, para él han quedado en solo los domingos.
Santiago apaga el aire central, abre la ventana dejando entrar el ruido de la ciudad. Los domingos le resultan tediosos, estaba acostumbrado a salir por las tardes a tomar un café, aunque hace mucho tiempo que no lo ha vuelto a hacer, extraña demasiado la compañía de ella. Y cada vez que lo recuerda le regresa la ansiedad. Enciende un cigarro, se sube al borde de la ventana, observa la calle ajetreada y la gente diminuta que pasa. Desde el quinto piso se aprecia mejor el panorama, si no tienes vértigo.
—¿Por qué hace tanto calor? —pregunta Hamel, arruga la cara al sentir el olor a cigarro que entra con fuerza en su nariz.
—Apagué el aire por un momento, aprovechando que no había nadie. —Omar ha salido, lo hace a menudo desde que llegaron, y los otros dos han vuelto a viajar al pueblo. No planificaron quedarse por tanto tiempo y necesitan volver por ropa.
—¿Nadie? —Se acerca—. ¿No tienes un balcón donde puedes agarrar aire fresco? —se le siente la molestia en el tono, pero él no parece inmutarse—. Detesto ese olor, y… No quiero que fumes.
—¿Por?
—No es por ti, me importa poco… —baja la mirada, le cuesta enfrentarlo—. Ellos han tenido malas historias con eso de fumar, y se esforzaron mucho por dejarlo, ¿podrías ayudar a que no vuelvan a retomar ese vicio?
Santiago suspira, baja de la ventana, pisa lo que quedaba del cigarro contra el cenicero.
—Gracias —dice posando la vista en la caja llena de cigarrillos.
—Para que veas que no es por vicio —toma la caja, la lanza por la ventana.
—Pero, ¿qué haces? Estás echando basura afuera.
—En menos de cinco minutos alguien la va a recoger, créeme. —Cierra la ventana, vuelve a prender el aire—. Ahora, me preguntaba ¿cuándo vas a limpiar los cuartos y los baños?, y la ropa.
—¿Tengo que entrar en tu cuarto? —se sonroja—. ¿Y lavar tu ropa? —vuelve a bajar la mirada.
—Si tengo que contratar un servicio extra por eso, lo descontaré de tu paga. —Le causa curiosidad en que debe estar pensando para volverse un cúmulo de nervios andante, pero no le va a preguntar. No sabe si es por timidez, aunque a veces no parezca serlo, o quizás sea por pervertida.
—Es que no sabía, no, si lo pensé pero…
—¿Lo harás o no?
—Sí, mañana me pongo… pero…
—Mientras no entres en cualquier momento sin tocar, estamos bien. —Revisa su celular—. Dentro de una hora vendrá Rylan.
—¿Enserio? —sonríe—. Entonces prepararé un postre. —Da un par de brincos hasta llegar a la cocina.
—Es que eres una niña… —murmura molesto, le estresa este cambio repentino.
—No soy una niña.
—¿Ahora si me escuchaste?
—Siempre, pero a veces prefiero fingir no hacerlo.
Santiago ríe a secas, con una risa extraña, que combina ironía y desdén. Se acerca a ella en la cocina, se cruza de brazos y los reposa sobre el mesón de la isla, sin quitarle la mirada de encima. Le encanta su comida, no había probado una sazón tan adictiva, es su debilidad, pero no piensa mostrárselo. Pero hay otros detalles que lo llenan de curiosidad. Ella se levanta temprano, no sabe a qué hora, puede jurar que todavía no amanece cuando lo hace. Apenas se despierta siente el olor del desayuno; su presencia en el apartamento ha traído más comodidad de la que pensó. Su apariencia es engañosa, es pequeña y luce frágil pero tiene la fuerza suficiente para mover y levantar los pesados muebles.
—¿Qué edad tienes? —pregunta, dispuesto a sacar esas astillas que le invaden.
—¿Qué edad aparento? —contesta sin importancia, su concentración se debate entre hacer galletas o un pastel.
—Por tu cara, diría que unos veinticinco años, por tu aptitud… unos quince.
—Tengo treinta. —Hamel voltea a verlo—. Que no soy una niña.
—¿Treinta? —ríe—. Y tan…
—¿Tan qué…?
—Hay otra cosa que me causa intriga. —Hamel suspira, es normal que no conteste—. ¿Qué haces por las noches cuando te encierras? No escucho ni un solo sonido, y me preguntaba si eres esa clase de psicópata que mira una película con subtítulos y en silencio.
—Uso audífonos.
—¿Audífonos? —Niega incrédulo—. Qué incómodo.
—No, para nada. Uso el celular en la cama y me los quito cuando ya no puedo mantener los ojos abiertos.
—¿Por qué usar una pantalla tan pequeña cuando tienes una inmensa?
—¿Cuál? Yo no veo ningún televisor en ese cuarto.
—¿Enserio? —ríe ante el rostro serio que lo mira con extrañeza—. Ven —se levanta.
Entra en el cuarto principal. Busca en la mesa de noche el control, y con un simple botón activa el mueble. Comienza a salir el televisor, subiendo lentamente hasta la superficie.
—Oh… —se tapa la boca de la sorpresa—. Es gigante.
—Tienes todos los servicios, al menos los que conozco. —Lo enciende, verificando lo que dice—. ¿Por qué crees que los holgazanes no salen de sus cuartos? Cada uno se ha tomado la libertad de crearse un perfil.
—Pero, ¿por qué está guardado? —Le quita el control y lo inspecciona—. ¿Qué sentido tiene? —se siente la molestia en su tono, pues odia quedar como tonta delante de él, algo que sucede con frecuencia.
Santiago sonríe. Es más reconfortante verla intentar excusarse. Ya tiene una lista de cosas que le ha enseñado a usar, pero nada supera la emoción de usar la aspiradora.
—¿Hola? —se escucha una voz afuera, en la sala.
—¿Rylan? —Hamel se emociona, pero Santiago la detiene agarrándola por el brazo.
—¿No crees que sería raro vernos salir del cuarto? ¿Por qué no dejaste la puerta abierta como yo lo hice?
—¿Qué tiene? —La sonrisa se le borra por un momento, pero la recupera al pensar el porqué de la cara de preocupación de Santiago—. ¿Acaso crees que va a creer que tú y yo? —se señala—. ¿Enserio? —contiene la risa.