Mar de Sales

La luz

Hamel observa fijamente a Santiago, a la espera de palabras que rompan el silencio, extraño y tan cautivante que crece entre los dos.

—Perdón amor… —dice, aún perdido en sus pensamientos, disfruta de esta melancolía que parece prestada.

—Sí… —Busca otra hoja para escribir algo nuevo. «Tonta» le dice la voz en su cabeza—. ¿Cómo quieres comenzar?

—No lo sé, siento que se va este hilo invisible… supongo que necesito… ¿Otro trago? ¿Quieres otro?

—Sí, otro caería bien… —Suspira ante la hoja en blanco—. Sabes, hay un poema que me encanta, es sobre decirle adiós a un amor…

—¿Si? —regresa con las bebidas—. ¿Cuál es?

—No me lo sé de memoria, pero decía algo como: ¿qué busca el que ama? Acaso no importa cuan rota está mi alma… Cualquier cosa que le de valor a mi vida, que perdure en el tiempo sin encontrarse contra tu adiós. No miro atrás, solo encuentro tu espalda. Una ala rota que se arrastra… Mi boca besa lo que perece y lo acepta. Te quedas con lo nuestro, porque dentro de mí, no lo encuentro.

—Hamel sabe de poesía —sonríe—, quien lo diría.

—La abuela nos leía muchas, a mí, y a Rylan, era una forma de pasar la tarde —rememora—. El punto es, que podemos inspirarnos en eso, ¿no crees?

—Demuéstrame… —le señala la hoja.

—Paciencia…

—Escríbelo, exploremos tu lado creativo.

—Bien… —Se acomoda en el suelo, la mesa le queda al nivel de su pecho, perfecto para escribir a gusto.

Respira profundo, antes de comenzar a mover el lápiz, y la letras fluyen como los sentimientos en ella, sin poder cortarlos.

«Paciencia, sigue una y otra vez. Aguarda con el tiempo, solo así podrás ver de qué se hablaba. La inmensa nada. Cualquier cosa, si hay alguna, quita el sentimiento, no guíes, ni ayudes al resentimiento» escribe. «Mi corazón…» su mano se detiene, no quiere escribir lo que sigue.

—Se quema en el vacío —completa él, al leer lo que escribía—. Cada noche, cada ocasión. Deja expuesto el ruido del silencio. —Hamel lo mira con asombro, pero él solo mira atento la hoja—. Que duele, y me lleva sin compasión.

—¿De dónde salió eso?

—No lo sé, te dije que tú lo haces fluir, de alguna forma.

—Sí, por supuesto, que chistoso. —Se levanta, molesta—. Tú puedes solo, no entiendo para qué me necesitas…

—No, de verdad. Si en algún momento no fui sincero, te lo confieso, lo estoy siendo cien por ciento.

—No te creo.

—Me encanta tu comida, ¿si? Me fascina tu sazón, y no sería capaz de mentirte con esto…

—Eso lo puedes decir fácilmente para manipular.

—No quiero manipularte… Además, creo que estábamos disfrutando este momento, ¿tú no? —Hamel no responde—. Dijimos que hasta el amanecer… tienes que aguantarme hasta entonces.

—Terminemos esa estúpida canción —regresa, sentándose en el sillón y agarrando otro papel—. Si la tuvieras de frente, ¿qué le dirías?

—Yo… ¿perdón amor? —ríe nervioso ante la mirada fulminante de su acompañante.

Hamel suspira y arruga el papel. Lo lanza y bufa al verlo rodar hasta los sillones en el otro extremo.

—¿Por qué te decían amor?

—¿Qué?

—Lo acabo de recordar…

—Ah, eso… —Se deja caer de forma dramática sobre el sillón—. Es que había un hombre que iba seguido al bar, se suponía que iba a verme… Me decía amor, pero al final resultó que lo hacía para sacarme tragos gratis.

—¿Y por eso te llaman amor?

—Es un castigo, para que recuerde no ser tan ingenua…

—Hamel, por favor. Eso es ridículo.

—No cuando sabes el historial completo, tres veces me enamoraron, tres veces me estafaron…

—¿Qué dices?

—Sí, ese que te conté fue el último. El primero —sonríe con amargura—. Estaba estudiando y trabajando a la vez, aquí en la ciudad. Hablaba mucho con él, y nos vimos algunas veces en una cafetería… Me prometía tanto, que me daría el mundo cuando su “trabajo” saliera como quería. Al final solo le faltaba un dinero para “por fin surgir”, y yo se lo di, mis ahorros. Y desapareció, me bloqueó. Tuve que regresar al pueblo porque no me alcanzaba el dinero para seguir pagando arriendo y estudios.

—¿Qué edad tenías?

—Veinticuatro. El segundo, me da hasta asco recordar, de ese paso de hablar. Y, hay un cuarto, Nando. Él creció junto a nosotros, pero nunca pude verlo como a los otros, como un hermano, porque resaltaba con esa personalidad de querer llevarse al mundo por delante. Pero cuando le dije lo que sentía, solo se limitó a burlarse, y echarnos en cara, a mí y a Rylan, como él surgía en la vida por no soñar tanto como nosotros, y actuar más.

—¿Y por tu mal gusto te ganaste la condena de ser llamada amor? —niega—, qué conclusión más descabellada.

—No lo sé, dime tú, son hombres, así resuelven sus problemas.

—Lo siento si te hice recordar alguno de esos momentos, no era mi intención.

—Olvídalo… solo estás pidiendo un favor —suspira, retoma el papel entre sus manos—. Siempre hago favores para otros. —Escribe y lee en voz alta—. «Perdón, amor. Soy un idiota que te falló. No te puedo olvidar, tu recuerdo es una tortura. Y mi imbecilidad no me deja escribirte nada, porque todo se quema entre mis manos». —Le lanza la hoja—. Ahí tienes, agrégale tu toque.

Santiago sonríe, le da la vuelta a la hoja entre sus manos.

—Así, sencillo, directo y práctico. —Su sonrisa se ensancha—. Cómo no se me ocurrió.

—Ya vez, que sencilla es la vida.

—Vamos —se levanta con entusiasmo—. Ponte un abrigo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Te falta un poco de vida.

—¿Me falta?

Bajan juntos al estacionamiento en plena medianoche. Santiago encuentra su auto, y arranca un paseo nocturno. Sube el volumen a la música, tan alto como pueda, mientras maneja lejos de la ciudad, en dirección al mar. Desde la distancia se ve el reflejo de las luces de los barcos sobre el océano. Hamel sonríe, deja de intentar contener su cabello, pues la brisa no la deja, obligándola a soltarse el moño.




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