Mar de Sales

Una fiebre

Con lentitud, sirve dos tazas de café. Abre el contenedor de azúcar, deposita una cucharada en cada taza. Suspira al escuchar la puerta.

—Aquí estás, no quisiste salir a cenar… —Santiago toma asiento, ella le acerca lentamente la taza—. ¿No comiste nada en todo el día de ayer?

—Que importa… —Se voltea, en busca del plato ya servido.

—¿Tus padres no te enseñaron que es de mala educación rechazar la comida?

—¿Mis padres? —Un escalofrío le recorre la piel.

—Sí, bueno, se supone que es algo obvio que nos enseñan de pequeños.

—Entiendo… por supuesto…

—¿Un huevo y un par de tocinetas? —ríe incrédulo—. ¿Este es mi castigo por ser un imbécil? Supongo, que te molestó el llavero… ¿Hamel? —pregunta, al no verla por ningún lado.

Extrañado se levanta, encontrándola agachada, del otro lado de la isla, con la cara hundida entre las rodillas.

—¿Estás bien?

—Sí… —susurra, llorosa—. Solo dame un momento…

—¿Hamel? —Al tocarle el brazo se da cuenta de la alta temperatura que tiene, y con rapidez, para certificar, le pone la mano en el cuello—. Tienes fiebre.

—No, no, estoy bien… solo… —llora.

Logra convencerla de que tome reposo, la lleva cargada hasta la cama. De inmediato llama a Carolina, para que venga en persona a inspeccionarla, ya que Hamel se rehúsa a ir al hospital.

Sale del cuarto, cierra la puerta a su espalda con sumo cuidado.

—Entonces, ¿qué tal? —dice Santiago, desde la cocina.

—Según lo que me contaste, debe ser por deshidratación, tampoco puedo darte un detalle preciso, además que está delirando…

—Toma en cuenta que tuvo una resaca anteayer…

—Iré a comprar un suero, si dentro de dos días no mejora, me avisas. —Se detiene antes de salir—. Aprovechando que he pedido una breve baja por urgencia familiar; tengo curiosidad de un par de cositas.

—¿Qué quieres?

—Nunca quisiste convivir con una mujer. Escapaste tanto de la idea, incluso con Elú, que era tu cielo… —Sonríe sarcástica—. Y ahora resulta que vives con esta y ¿duerme en el cuarto principal?

—No es lo que piensas, yo duermo en el cuarto de servicio.

—Ah no, eso responde todas mis dudas, por supuesto —añade sarcástica.

—Tampoco que deba darte explicaciones a ti.

—No para nada, es que me sorprende. —Toma asiento en el taburete—. Invítame un café, por lo menos.

—¿No ibas a comprar el suero?

—Ella está bien, puede esperar —le resta importancia moviendo las manos—. ¿Por qué no querías casarte? Sabes, nunca había visto a Elú hablar con resentimiento, fue fantástico, hasta tú hubieras estado orgulloso de ella.

—¿Por qué hablaría contigo?

—Porque soy la única que tiene, y la que ha estado medio presente en cada una de sus discusiones.

—¿Cómo?

—Sí, entérate, yo era su paño de lágrimas. Pero en fin, tanto te quería… pero también, le dije que esa idea de llegar virgen al matrimonio es una cosa patética, porque, ¿cómo amarras a un hombre con semejante amenaza?

—No creo que ese fuera nuestro mayor problema.

—Claro y montarle los cuernos no fue una clara señal del límite de tu abstinencia. —Resopla—. Da igual, es que… si te pones a pensar tiene razón. Porque no solo fue esa vez, si no que, en tu supuesto arrepentimiento, trajiste a más de una a casa, vergüenza debería darte.

—¿Cómo sabes eso? —pregunta sorprendido, se lleva la mano a la frente.

—Tienes al portero más chismoso de la cuadra, que esperas.

—¿Y ella lo sabe? —Se revuelve el cabello.

—Claro, fue la que me lo dijo. —Tuerce los ojos—. Creo que la vecina de arriba todavía le escribe…

—Joder.

—A eso voy. —Se levanta—, ¿por qué no te haces un favor y la olvidas? O mejor, acepta de una vez que no la querías y sigue con tu vida. ¿Cuánto tiempo pasó? Hace un par de meses le volviste a escribir.

—¿También te contó eso?

—Es que nos encanta burlarnos de esta versión lamentable tuya.

—Ve por el suero, quieres. —Suspira, procesa los pensamientos.

—Iré, pero primero el sermón, quiérete un poco ¿si? Que estás fatal, y este estilo desaliñado es terrorífico en ti. A menos que quieras espantar a la pobre niña qué tienes ahí, eso… ve a ver si no está enferma de estrés, que tenerte a ti de jefe debe ser un fastidio.

—Para que enemigos si te tengo a ti de familia. Apuesto a que no me defendiste ni hablaste a mi favor ni una sola vez.

—Sí lo hice, le dije que tener a un hombre sin sexo por tres años es una locura.

—¿Solo eso?

—¿Qué más podría agregar? —Lo señala, dedicándole una mirada despectiva—. Todo esto es indefendible.

—Lárgate.

—Pensé que me necesitabas.

—Lárgate a comprar el suero, ya luego de solventar eso, sí, no vuelvas por aquí.

—Por supuesto. —Se señala la mirada con dos dedos para luego girarlos en dirección a Santiago—. Cuidado y te encaprichas con esta, ¡eh! Se ve muy tierna como para ser destruida por ti.

—Estas inventando demasiado, deja el drama.

Las horas pasan, y Santiago se ha convertido en esa clase de persona a las que criticaba, viendo un video con subtítulos y en silencio, desde su celular. Sentado en el mueble dentro de la habitación principal, incapaz de usar auriculares para poder estar atento a cualquier ruido. Hamel sigue en cama, duerme, aunque se mueva constantemente por los sueños febriles que la acechan. De pronto se levanta, acompañando su acelerada respiración con un grito ahogado.

—¿Qué pasa? —Santiago se acerca, asustado.

Hamel lo observa, luego mira su brazo, buscando la razón del dolor. Recorre con la mirada el largo tubo hasta la pared, arriba, de donde cuelga el suero, a punto ya de acabarse.

—¿Qué haces aquí? —pregunta con una mirada filosa.

—¿Cuidándote? —Santiago reafirma su postura, no esperaba esta hostilidad.

—¿Por qué de todas las personas, tienes que ser tú?

Santiago no dice nada, se ha quedado sin palabras. Solo le sostiene la mirada de desprecio, hasta suspirar. Prefiere verla como un animal herido, que ataca por defensa y desconfianza.




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