Rylan mira la piedra, a mitad de la habitación, sobre la alfombra. Abre la cortina de un golpe y suspira de frustración al encontrar al responsable, abajo, sonriendo y saludando con la mano. Cierra la cortina de otro golpe.
Abre la puerta, Hamel entra e intenta saludar pero su hermano se encierra en el baño sin decirle ninguna palabra. La chica toma asiento en los taburetes altos de la cocina. La vergüenza la atormenta. Se da cuenta de que es observada por una mirada, a medio asomar, desde el cuarto. Alicia está envuelta en la sabana, con solo los ojos al descubierto.
—Lo siento —dice Hamel—, pagaré por eso, no me iré hasta resolverlo, te lo prometo.
No se mueve, ni responde, mantiene esa actitud intrigante por medio minuto más.
—De verdad, no pensé que se rompería el vidrio, en las películas eso no pasa… —Hamel lamenta, el silencio le sienta mal.
—Descuida —ríe de manera espontánea. Se quita la sábana de encima y la lanza a la cama.
Da pasos bruscos hasta quedar delante de su repentina invitada, quien continúa sumida en la vergüenza.
—Una ventana —dice Alicia, retoma el aire y sonríe incrédula—, romper una ventana…
—Tonta tenía que ser.
—Para nada, ¡eres un genio!
—¿Qué?
Alicia prende la estufa, saca de la nevera una olla grande:
—Ayer no aguanté mucho el hambre; me escapé durante la mañana, mientras él estaba dormido, para hervir un pollo.
Hamel hace una mueca de confusión, y sigue las acciones de Alicia con cuidado, intentando entender de qué habla.
—Muero del hambre, no pude comer mucho pues me llevó un rato largo preparar esto y no quería que él supiera que me había levantado de la cama. Los ayunos largos no son para mí.
—¿Están enfermos?
—Has llegado justo en un punto crítico, como decirte… Él no ha querido salir del cuarto estos… ¿dos días? ¿Cómo llevar la cuenta? Hasta yo me estoy empezando a deprimir, porque pensé que podría obligarlo a levantarse si me veía decaída a mi también.
—¿Qué pasó?
—No lo sé, así llegó… hace dos días… —Suspira—. ¿Qué queda bien con este pollo? ¿Es muy temprano para un arroz?
—Yo solvento todo con huevo.
—Seguro. —Parte a la mitad tres huevos en un tazón, le agrega harina—. Mejor inventar, ¿no crees? —sonríe, se le nota el buen humor.
—¿Todo bien?
—No, pero —respira profundo—. Tu llegada ha sido estupenda, no sé por qué me hace feliz.
—No debería alegrarte —dice Rylan al salir del baño—. Es una atravesada.
—En realidad si no hubieras faltado a los ensayos no me habrían mandado acá.
—Ah, entonces vienes por obligación, que poca estima nos tienes —Rylan finge estar ofendido.
—No vendría a las siete de la mañana, por favor.
—Ay ya —pide Alicia, mueve las manos como si espantara algo en el aire—. No empecemos con sus tontas peleas. —Da dos pasos para quedar frente a su esposo—. ¿Cómo te sientes? —le toca el rostro.
—Mejor, lo siento…
—No, tranquilo, podemos hablar más tarde.
—Me puedo ir ahorita si quieren.
—No, quédate —Rylan mira el suelo, indeciso—. Fui a ver a mi papá al hospital…
—¿Qué? ¿Cómo que en el hospital? ¿Cómo se te ocurre tal cosa?
—Amor, ¿enserio? ¿y te fue tan mal?
—¡Por supuesto que le va a ir mal, ese señor no va a cambiar ni aunque esté en sus últimos días! —Hamel alza la voz.
—El punto es que está bien, y mis hermanos también. —Hace una pausa. Pasea brevemente la mirada entre las chicas, de una expresión dulce y compasiva, que ve en su esposa, a una llena de ira y rencor en su hermana—. Dilo.
—¿Cuántas veces necesitas caerte para entender? Esa no es tu familia, nunca lo fue y nunca lo será; me muero de la frustración porque tú vas y te dejas humillar por esa gente. —Cierra los ojos al tiempo que aprieta los puños—. Detesto a esa gente, odio lo que te hacen y más me molesta que: ¡tú te dejes pisotear por ellos! —Mira con determinación a su hermano, sabe lo que significa su silencio—. Ya no eres un niño, ya no le debes nada, no tienes que volver a rendirle cuenta. ¡Qué se muera, nos haría un gran favor!
—Vaya… —Alicia se descompone ante la tensión—. Lo lamento, la idea fue mía.
—No —Rylan responde—. Tenía que intentarlo, lo sé, soy terco y me estrello siempre con lo mismo. Porque, en medio de todo, fue mi papá quien nos ayudó, y espero que no se te olvide de cada crisis en la que nos tendió la mano.
—¿A cambio de qué? ¿De destruirte la vida? ¿De hacerte sentir siempre miserable? Nunca vas a cumplir con las expectativas que él tenía para ti. —Hamel levanta las manos, sonríe con ironía—. ¿Por qué? Porque eres hijo de tu madre, y tú, no debiste nacer; eso… es lo que él quería, revertir tu existencia.
—No. Quería que dejara de vivir en ese mundo extraño al que nos acostumbró la abuela.
—La abuela no nos acostumbró a nada, por favor. Fuimos niños, solo queríamos vivir sin que cada acción terminase en castigos innecesarios. ¿Es que no lo entiendes? Él y su adorada mujer predestinada no te dejaron vivir, pagaron contigo lo que no pudieron con Sara. Nunca fuiste parte de esa familia, solo fuiste un pobre niño al que “vamos a ayudar porque somos buenos”.
—Siempre eres tan drástica.
—Prefiero serlo, prefiero “vivir mal”, como ellos dicen. Si hubiera sabido lo que costaban cada una de sus ayudas no habría aceptado ninguna. Preferiría mil veces que me devolvieran al orfanato a… a tener que verte sufrir de esta forma.
—No es el punto.
Ambos se quedan en silencio, procesan los recuerdos. Alicia sirve el desayuno, quisiera aportar más que una tortilla de pollo, pero no sabe qué decir.
El silencio es interrumpido por los constantes choques de los cubiertos contra la cerámica de los platos. Hamel revuelve su comida, mueve el tenedor de un lado a otro hasta que las palabras toman forma en su cabeza:
—Es que gracias a esa insistencia, o más bien exigencia, a ser un adulto con un trabajo estable, básicamente lo mismo que él; de alguna forma te llevó a un extremo, en el que ninguna otra cosa sirve, si no solo eso. Y la música, Rylan, eso siempre ha sido parte de algo bonito en nuestras vidas, y te han obligado a mantenerlo escondido, como un arma que nos matará si sale a la luz.