Mar de Sales

Maquillaje

«Si crees que soltar palabras por un arranque tiene sentido, demuéstralo» vuelve a leer por décima vez.

«Claro que tiene sentido, ¿cómo cree este chico que nace todo lo que hacemos?». Mueve el cursor de un lado a otro de la pantalla. Perdido en sus pensamientos, con la mirada fija en la flecha blanca que pasea entre las carpetas. Haciéndose preguntas: ¿qué puede vivir, o pasarle, a una persona para retractarse de expresarse? «¿Qué pasaría si el mundo dejara de tener juicio propio? ¿De quién dependería que exista la empatía, si todos callasen?» se cuestiona, recordando las charlas que frecuentaba tener con Elú.

Sale del estudio, en pleno mediodía, encuentra a Hamel en la cocina. Va de un lado a otro, busca un plato, saca más ingredientes de la nevera, luce agitada.

—Te complicas mucho la vida. —Toma asiento—. ¿Sabes usar el rallador eléctrico?

—Ehm, sí, pero lo siento tan frágil que me da cosa romperlo…

—Rómpelo, se compra otro. Lo importante es que aprendas y agilices el trabajo.

—Claro, después me lo descuentas…

—Ni que fuera costoso —ríe.

—Pero no estas negando que no me lo vas a cobrar.

—Puedo asumir ciertos gastos, lo que no puedo asumir es que cierta persona haga cosas a mis espaldas.

—¿Qué? —deja de picar para verlo—. No, mira, te lo iba a decir… bueno en realidad no lo iba a hacer pero no contaba con que tienes cámara…

—¿Ah, si? Por favor, continúa.

—¿Cómo? ¿No estamos hablando de la franela que quemé con la plancha?

—¿Qué franela?

—Ehmm, una negra con una guitarra dorada… —sonríe nerviosa, él apoya el mentón sobre las manos—. Supongo que la vas a descontar, ¿no?

—¿Qué tan quemada quedó?

—Literalmente la plancha la atravesó…

—Hamel… —suspira—. Eso era un regalo muy preciado. —Se masajea la frente—. ¿Por qué le contaste a tu hermano sobre mi relación pasada?

—¿Te dijo? —pregunta, él asiente—. Pero que tarado… digo, no debería hablarle contando, ¿verdad?

—En realidad no me lo dijo, pero lo deduje.

—¿Cómo?

—Tengo mis maneras… Lo importante es que lo has confesado, y lo otro también, aunque no me lo esperaba.

—Lo siento, desde antes de ayer te lo iba a comentar… creo, pero es que llegaste ebrio, que ni siquiera cenaste, y después pasaste todo el día encerrado en el estudio. —Mira las zanahorias que faltan por triturar—. Por raro que suene, no te he visto en todo un día…

—Es normal, cuando estoy concentrado tiendo a encerrarme. —Se da cuenta del recipiente lleno de zanahorias hervidas—. ¿El plato de hoy será solo ensalada?

—No, esto es para el pastel de Andrés.

—¿Vas a hacer un pastel? ¿Y de zanahoria? ¿Por qué de todas las cosas?

—Es nutritiva, sabrosa, y me encanta como sabe la zanahoria con cubierta de chocolate.

—Por favor —sonríe avergonzado—, en cada cosa te pareces a mi mamá. Todos los miércoles le fascinaba hacer pastel de zanahoria.

—¿Enserio? —Se sonroja, de inmediato se voltea. «No quiero parecerme a su mamá» suplica en su cabeza.

El ascensor de entrada se abre y, en el momento justo para romper la extraña tensión, llegan los demás. Acostumbran a salir de fiesta cada vez que pueden, se pierden por la noche y llegan al mediodía. Hamel deja el delantal sobre el mesón y con emoción se acerca a saludar.

—Amor —dice Omar—, huele divino, iré a darme una ducha porque apesto.

—¡Al fin vemos al cumpleañero! —dice, dispuesta a recibir el abrazo de Andrés—. Celebrando desde hace dos días ¿no? —ríe.

—Gracias, que se le hace, hay que aprovechar.

—Sí… —le acomoda la camisa—. Pero nada de exagerar, ¿si?

—Ay amor —Andrés la abraza de nuevo—. Tú tranquila, que nunca vas a recibir una mala noticia mía.

—No va a amanecer muerto en una zanja —agrega Uno, entre risa.

Se alejan, entretenidos con sus conversaciones habituales, dejan a este par solos de nuevo en la cocina. Santiago la observa en silencio: ahí parada delante de la entrada, con la mirada perdida en sus manos, que juguetean entre ellas. Le parece extraña esa manera de quedarse ausente, hasta que una idea le da sentido y dice:

—Te gusta Andrés.

—¿Qué? ¡No!, por favor, qué horror —sale de sus pensamientos, niega, sacudiendo la cabeza y vuelve detrás del mesón.

—Es que ya lo veo. Eres de las que nunca se confiesan, si no hasta que las descubran ¿no?

—Qué vas a saber tú de eso.

—Creo que no eres capaz.

—No sabes de lo que soy capaz. —Agarra el cuchillo con fuerza, se queda pensativa ante los ingredientes regados en el mesón, trata de recuperar el hilo de lo que estaba haciendo.

—Por supuesto que no, pero me encantaría saber hasta dónde puedes llegar. —Junta las manos y las abre hacia los lados—. Imagínate, Hamel arrebatada.

—¿Qué? —comienza a pelar las papas y las remolachas para la ensalada.

—De lo que te conozco eres tímida y reservada, hasta podría decirse que asustadiza. ¿No sería curioso verte desenvolviéndote en un escenario diferente?

—Ni que fuera un animal extraño que necesita estar en observación.

—Para mí lo eres —sonríe con satisfacción—. Tan rara, inusual, tengo mucha curiosidad por ti.

—Cuando sonríes así dan ganas de golpearte la cara.

—¿Cómo? —ríe—. A eso me refiero, en mi cabeza es una incógnita saber cómo reaccionarías ante lo adverso.

—¿Quieres saber?

—Me encantaría.

Hamel toma un pedazo de remolacha, se inclina alargando su brazo, lo pasa con rudeza por las mejillas de Santiago. Este se sobresalta, asimila lo que acaba de ocurrir. Ella ríe ante la perplejidad del otro y vuelve a repetir la acción.

—Estás divino —afirma sonriente.

—No... ¿Por qué? —Se levanta con rapidez y se observa en el reflejo del microondas y de inmediato se enjuaga el rostro.

—Estás haciendo un desastre —le regaña mientras el agua salpica por todos lados.

—¿Se quitó?

Hamel sonríe traviesa, mira hacia los lados.




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