A Hamel se le hace raro comer en la calle con Santiago. Nunca lo imaginó en un ambiente así, ni siquiera cuando le contó que pasó un día como indigente, una historia que todavía le cuesta creer. Justo enfrente tienen un local de comida, que vende aperitivos similares a este puesto ambulante. Se le hace extraño que prefiriera comer al aire libre, cerca de una alcantarilla, que un lugar con asientos, más cómodo y privado.
—Eh… —Hamel le señala la barba—. Te ha caído un poco de salsa.
—Eso es normal —sigue masticando.
Este es su cuarto perro, los devora con facilidad, mientras que ella se toma su tiempo, apenas y va acabando su segundo pedido.
—Ya después de esto no puedo más —finaliza su ronda.
—Yo si quiero otro —le hace una seña al vendedor.
—Sí que tienes hambre… —Camina un poco alrededor mientras espera.
Los árboles lucen oscuros, si no fuera por los reflejos de luz de la calle, se perdería la silueta de las hojas en el oscuro cielo. «Y ni una sola estrella» piensa.
—No sabía que bailabas —Santiago se le une, se limpia con servilletas—. Parece que no estás del todo dentro del patrón de la chica tímida.
—¿Cuál es tu obsesión con clasificarme?
—Resulta fácil leer a las personas cuando calzan con un estereotipo.
—No lo creo, nunca me ha funcionado juzgar al libro por su portada.
—Sí fueras buena leyendo las personas…
—¿Y tú si lo eres? —Espera atenta a su respuesta, pero él solo curva la boca hacia abajo—. Por supuesto, eres casi perfecto.
—Gracias, a veces cuesta que lo reconozcan, pero tú lo has captado rápido —sonríe.
La chica suspira para disimular el encanto, presiona los labios y mira hacia las calles, busca la ruta a seguir:
—¿Será que pido un taxi? —pregunta al confirmar que las calles, fuera de esta zona, están a oscuras.
—No hace falta, a dos cuadras de aquí hay un hotel…
—¿Nos vamos a quedar en un hotel? —interrumpe sorprendida.
—No… —comienza a reírse.
—Lo siento, siempre interpreto mal, ¿no es así? —confiesa avergonzada.
—Ay Hamel —recupera el aliento—. El hotel tiene una línea de taxi, no hay necesidad de esperar.
—Pero la calle —señala—... es una boca de lobo.
—Un pequeño trayecto nada más, son solo unos pasos.
—Esperemos aquí, no creo que tarde. —Abre la aplicación—. Listo, ya pedí uno.
—Si insistes. —Se mete las manos en los bolsillos del pantalón y estira el cuello hacia atrás para mirar el cielo.
Ella finge revisar el celular, no sabe que hablar con él, aunque quisiera hablar sin parar. A diferencia de la cocina, estar afuera se siente distinto, y Santiago parece perdido en sus pensamientos.
—¿Cuánto tiempo dice que tenemos que esperar?
—Emn, diez minutos —responde dudosa, la aplicación dice veinte—. Podemos aprovechar para hablar —sonríe.
—¿Sobre qué? —se acerca—. ¿Qué tiene Hamel para contar? —clava su mirada en la de ella.
—Esperaba que tú tuvieras algún tema —baja el rostro—. Siempre eres el que habla.
—El tema es —mira la calle oscura—, ¿por qué no caminamos hasta el hotel?
—Porque me da miedo la noche —confiesa, incapaz de verle la cara—. Por una experiencia que tuve.
—Entiendo —vuelve a estirar el cuello.
Pasan los minutos en silencio. Para ella se hacen largos y tensos, quizás contar su anécdota sea buena idea para romperlo, o puede que sea por la melancolía de la madrugada que le nacen las ganas de indagar en los recuerdos.
—Hace dos años comencé a trabajar en un bar. En nuestro pueblo las temporadas altas son buenas y abundan los trabajos. Así que agarré el horario de noche, salía a las tres de la madrugada. Como vivía cerca no era un problema, pero el grupo de compañeros me dejaba a mitad de camino y yo tenía que atravesar tres cuadras sola, por mi cuenta, eran así —señala—, igual de oscuras. Una noche sentí que alguien me seguía; no sé por qué simplemente no aceleré el paso, cada vez que lo pienso me lo critico.
»Ese hombre me sujetó a la fuerza, revisó mi bolso y me robó. Tomó su camino y yo seguí con el mío, y aun así, no corrí, seguí como si nada. Le di tiempo de retractarse y volver. —Juega con una piedra, dándole golpecitos con el pie—. Estaba paralizada y no sabía cómo pensar. Me decía cosas que ahora ni recuerdo, más presente tengo su respiración alterada. Yo intentaba gritar pero mi voz no salía con fuerza, por suerte un señor salió de la casa de al lado, con un cuchillo en mano y gritando como loco —sonríe avergonzada—. Ya no sabía de quién tenía que huir, pero aquel hombre sí se fue corriendo. Y yo no… el señor todavía con el cuchillo levantado se quedó mirándome… fue tan lamentable. Me costó reaccionar, pero cuando lo hice corrí hasta la casa y me encerré en mi cuarto a llorar.
—Es denso… complicado de procesar. —Santiago mira pensativo la calle a oscuras.
—Lo sé, es la primera vez que lo cuento sin llorar…
—Nada, en realidad nada merece la pena estar a estas horas de la noche sola, en la calle.
—El bono nocturno es muy bueno.
—¿Tú seguridad por un poco más de dinero? Déjale el mundo turbio a los que les gusta estar ahí. —Ambos cruzan las miradas, él se mantiene sereno, mientras que ella tiene una expresión de niña regañada.
—Creo que somos muchos que estamos en ese lado no por gusto —comenta con ligera molestia.
—Tú lo ves así, pero créeme, hay muchos que lo disfrazan para justificarlo, y les encanta moverse dentro de ese “mundo”. De tú lado se mira de esa forma, del lado que yo conozco, todos parecen ser felices. —Busca la caja de cigarros en su bolsillos, pero están vacíos.
—Como sea, por supuesto que ya no salgo más de noche, como podrás ver no puedo ni cruzar una calle oscura. —Respira alterada, le molesta esa postura—. Obvio se lo conté a Rylan y logró convencer a mis jefes de dejarme salir a las doce, el último bus pasa a esa hora.
—¿Cuánto va a tardar el taxi? —también se le nota la molestia en el tono.