Mar de Sales

Cita

En la media hora disponible para la improvisación, la música fluye mejor que las palabras. Cada instrumento se acopla con el otro, en baladas suaves que van en aumento, donde todos se involucran con comodidad, buscan que sea sencillo de entender cuál es la siguiente progresión de acordes. Esta vez, Manuel, es quien se mantiene a un lado, sentado en un banco, anota y decide que brillos van con la temática de las canciones ya escogidas. Solo falta una, que Santiago todavía no ha querido revelar porque le falta completar la letra. Todo el grupo está a gusto con las nuevas canciones, en especial, “nadie puede ver”, esta última se ha convertido en la preferida para una y otra vez.

Rylan deja las teclas; hay sentimientos encontrados con el pasado. Le invade la nostalgia al recordar esos tiempos, de jóvenes jugando a ser una banda de rock, cuando tocar sus propias canciones solo era una un sueño lejano. Con curiosidad observa a sus compañeros, todavía entregados a sus instrumentos, cada uno parece disfrutar lo que hace. Aquí, inundados por notas sin rumbo, el mundo parece detenerse. No pesa tanto la existencia como cada madrugada. Sonríe y escucha con atención para integrarse de nuevo con el piano.

—Uff, como se siente el cambio de ambiente —dice Omar, apenas encuentra un silencio deja de tocar la batería.

—Al hombre le hacía falta su espacio, ¿no? —comenta Uno, mientras se descuelga la guitarra.

—No es para tanto —Santiago ríe, deja la otra guitarra sobre su su base—. Pero se puede decir que la casa se siente mucho mejor sin ustedes.

—A mí solo me hace falta las comidas de Hamel —Omar se levanta en busca de agua—. Le escribí preguntándole si ya pasó por mi casa, pero dice que aún no ha tenido tiempo de hacer visitas.

—Sabes como es ella, primero tiene que conseguir trabajo —bromea Andrés.

—Se me hace raro que no se haya despedido —agrega Rylan, observa a Santiago con desconfianza, este se da cuenta pero lo ignora por completo, como suele hacer.

—De nosotros sí —ríe Omar—, de seguro no quiso perder el tren por ir a verte.

—Cierto, ¿por qué no se mudan más cerca? Sin carro es complicado caerles de visita.

—¿Y quien dijo que yo quería visita? —Rylan dice con seriedad, simula una cara de asco que logra hacerlos reír.

Mientras tanto en casa, Hamel organiza la ropa. Ya pasó el fin de mes, dijo que se quedaría hasta entonces, pero la oferta de esperar una semana es tentadora. Se imagina tantas ideas y escenarios al estar a solas con él. Podrá quedarse una semana, al menos para ayudarle a mantener el orden, darle ese tiempo para que encuentre a alguien más. Hacer comidas para dos, limpiar por el uso de dos. Las tareas se han reducido de manera drástica y no sabe qué hará con todo el tiempo libre sobrante. Ya no tiene planes de retomar estudios, el cansancio le gana y piensa que es tarde para intentar recuperar eso. Puede aprovechar para hacer las diligencias pendientes antes de regresar al pueblo. Una parte de sí quiere avanzar, de una vez regresar y comenzar con lo acordado, hace muchos años por ella misma, pero por otro lado alberga una esperanza. Y la pregunta le queda dando vueltas, con un peso extra en el corazón: «¿Santiago sentirá algo por mí? ¿Podría quedarme a su lado?». No encuentra otra explicación lógica para darle sentido a la petición. Ese día, él tenía una cara de dolor, fue diferente, extraño, repentino, como un hilo que brilla por mantener la ilusión.

—Hamel —escucha la voz desde afuera, en la cocina.

Ella sale a su encuentro, se presenta atenta y nerviosa a la vez. No hablaron mucho esta mañana, y el día anterior se despidió de los chicos, fingió que se iba de este apartamento como ellos. De cierta forma eso le crea un peso en la conciencia, no quiere volver a mentirles por creer que puede enamorar a un hombre. Porque, ¿qué otro motivo tendría para quedarse? Apenas entiende lo que su corazón desea, eso es lo que reina sobre ella, primero la emoción antes que el pensar.

—La tarde está perfecta para salir, ¿no crees? —acompaña la invitación con una agradable sonrisa. Como ella lo ve, su buen ánimo es sinónimo de lo bien que se siente.

—¿Tú crees? —mira por la ventana, el cielo está soleado y despejado—. ¿Y si luego nos encontramos con alguien?

—¿Te vas a quedar encerrada hasta nuevo aviso?

—No, eso es deprimente…

—¿Quieres ir por un café? Hay un sitio que me encanta y al que tengo mucho tiempo sin ir.

—¿Café? ¿A esta hora y con este sol?

—También hay cócteles fríos. —Frunce la boca al verla tan desanimada—. Vamos Hamel, recuerda que me debes una salida.

—Es que yo… —Niega—. Debería estar en casa… —divaga, se miente a sí misma.

—Creo que no te di las gracias por quedarte.

Ella de inmediato le busca la mirada, su voz sonó convincente y sincera.

—Es un detalle especial —sigue—, que le mientas a todos por mí, por eso, déjame invitarte a salir.

—¿Cómo una cita? —se avergüenza.

—Algo así, sin presión.

—Bien, pero no tengo ropa adecuada para pasear en lugares… de lujo —se acaricia el brazo, todavía avergonzada.

—Lo que usaste el día del antro está bien.

—Ah, sí, ese pantalón crema y la camisa azul son de Alicia.

—Bien, tienes una hora.

La deja sola, en medio de la sala, parada con las palabras en la boca. «Bien» se dice, asiente y entra directo a su cuarto. En el baño, cuando la tina ya está llena, es que comienza a sentir un extraño cosquilleo. «No puede ser, ¿es una cita?» los vellos en su cuerpo se ponen de punta, dejándole la piel de gallina.

Las teorías no paran de volar junto con los sueños. Se mira por décima vez en el espejo. «¿Estará jugando conmigo?», hace muecas diferentes y termina por suspirar. «¿Por qué me pediste que me quedara?».

Hamel espera en la entrada del edificio a Santiago, este fue por el carro en el estacionamiento subterráneo. Al ver el auto, se asoma con cautela y observa a los lados justo antes de abrir la puerta de vidrio y salir del edificio. No sabe qué excusa pondría en el caso de que alguno de los chicos la descubrieran todavía acá, en la ciudad, y encima junto a Santiago.




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