Mar de Sales

Suficiente

Desliza una mano que baja hasta afincarse en la cintura de ella, con la otra le acaricia el rostro, cada detalle cuenta. La respiración de ambos, entrecortada, denota el pulso acelerado del deseo. Santiago la besa con suavidad, luego de tanto tiempo queriendo volverlos a probar. Quiere más. Durante una fracción de segundo, la pasión comienza a desembocar, pero se frena al instante, luego de sentirla quieta, con la boca cerrada.

—¿Por qué estás tan tensa? —susurra, sin apartar el rostro. Espera ansioso la respuesta para seguir.

—Es —presiona los labios—... No sé besar.

—Solo abre la boca y déjate llevar. —La besa de nuevo.

Hamel siente un cosquilleo que le recorre el cuerpo. Y el calor que emerge de las manos sobre su cintura y su cuello hacen una mezcla de deleite, se relaja al instante, cediendo a la pasión. Su espalda choca contra la pared, sin abrir los ojos, coloca ambas manos en el cuello de él, lo rodea, apretándole la franela con fuerza.

El celular, en el bolsillo de Santiago, no para de vibrar. Interrumpe el beso, recupera el aire mientras mantiene clavada su mirada en los ojos marrones.

—¿Si? —contesta la llamada.

Hamel sonríe cómplice, ya que no la piensa soltar, manteniéndola cautiva contra la pared.

—Ah, era hoy, lo olvidé por completo. —Con la mano libre la mantiene retenida—. En un rato me aparezco por allá —cuelga.

—¿Te tienes que ir? —respira con dificultad.

—Es el contador, tengo que sacar cuentas y firmar cheques, pero —le muerde el labio—, regreso por ti.

—Quizás me quede dormida.

—Quedamos en que vamos a hablar toda la noche.

—Depende de cuanto tardes… —Mueve el labio de un extremo al otro.

Santiago la deja libre, le promete que no tardará pero sus pies no quieren pisar el ascensor. Se gira, camina de regreso y se planta delante de ella para robarle un beso más.

—No me tardo.

Hamel observa con atención la luz del ascensor. Solo tiene espacio en la cabeza para una sola pregunta, de las tantas que revolotean como nido de avispas alborotadas, «¿qué sigue después de esto?». Respira profundo y exhala todo el aire por la boca. Entra en su cuarto, su experiencia en este tema es cero, nula, lo único que sabe con seguridad es que necesita una ducha que le refresque las ideas.

Sale del baño, se peina el cabello mojado delante del espejo, preguntándose si él le pedirá que sea su novia. Se seca los brazos, aún le corren gotas de agua. Comienza a cuestionarse qué es lo que quiere Santiago, es obvio que esto dejó de ser un amor platónico. Las voces, repetitivas, hacen eco del típico llamado: «amor». Piensa en los chicos, dándoles la razón, esto se ha convertido exactamente en lo que ellos advirtieron.

«Esto no será una aventura» se promete en voz baja. Pensó, en su inocencia, que las advertencias eran por ella, por quedarse donde sufre, por esa mala costumbre. O que solo se iba a llevar un desamor por el rechazo; ahora escaló de una manera diferente. Se toca el pecho, puede sentir cómo se comprime su corazón. Camina de un lado a otro, rodea la cama, «¿y Elú» se pregunta por recordar las expresiones de Santiago, cuando se habla del tema. Asiente con seguridad, si él quiere estar con ella, tendrá que hablar de su pasado, y de alguna forma, demostrar que lo tiene superado. «No debe mostrar señales de añoranza» anota en una lista imaginaria. «Que tenga una meta estable». «No aceptar un “vamos a ver qué sigue”». Se molesta, aprieta los puños y cierra los ojos, suspira. Tiene la sensación que eso es justo lo que pasará. Le hace recordar el pasado, detesta la idea de que jueguen con ella, otra vez. No confía, aunque quería hacerlo a ciegas, pero el camino es similar y la palabra “amor” se acentúa más.

—Hamel —le escucha llamar.

Ahora tiene que enfrentar la situación, inundada de nervios. No será tan sencillo como recitar la lista que tenía pensada.

—Me han sorprendido tus números —dice desde la cocina, sirve, en una copa, parte de la botella que compró—. No sé cómo le haces, dejé de pagarle a cocineros porque me salía más rentable comer en la calle todos los días —se le acerca, con las dos copas en las manos—. Pero tú, haciendo menú diario para cinco. ¿Dónde aprendiste a minimizar los gastos?

—Te dije que nada de alcohol —rechaza la bebida.

Regresa a la cocina, voltea las copas en el fregadero. Guarda la botella.

—¿En qué estábamos? —Se sienta, en uno de los taburetes—. Ya, ¿cómo le haces para ahorrar?

—En la cocina… con recetas, aprovechar todo… —Ella se acerca, pensativa, pero mirar el fregadero le trae remordimiento—. Te lo dije una vez, pero no, si hay dinero hay que gastarlo.

—No tenía fe, que con esos ingredientes lograras llenar cinco estómagos, creí que tus comidas serían… humildes —sonríe sarcástico.

—¿Humildes? —pregunta molesta—. Te puedo enseñar a vivir más —hace señas con las manos— “humilde”, para que ahorres, que te encanta gastar en marcas solo por ser marcas pero es lo mismo que la versión económica. O aprender a comprar, que siempre optas por la primera opción y, ¿adivina qué? Por lo general es la costosa.

—¿Por qué si sabes tanto de administración no te compraste una casa? Porque estás trabajando desde los dieciocho, ¿no? Las cuentas deberían dar.

Ella expresa su molestia con un solo gesto y él sonríe satisfecho.

—Son servicios Hamel, la sociedad vive en torno a ofrecer y usarlos. Y yo como buen ciudadano no escatimo en aprovechar dichos servicios. Pagar más, pagar menos, prefiero ahorrarme el tiempo.

—El tema de la casa es complicado… —susurra triste.

—Mira —suspira—, lo siento. Es que reacciono por impulso, lo sé, cuantos golpes no me llevé por esto. ¿Qué tal si nos relajamos? Podemos sentarnos, poner algo de música y hablar, bebiendo agua, será. —Busca en el refrigerador una jarra—. Voy a fingir que este es el vino más exquisito que he probado y me tomaré cada vaso con la máxima delicadeza.




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