No sabe en qué momento se quedó dormido. Se levanta con prisa, toma una dicha rápida y sale de su habitación, con la alegre esperanza de encontrarla afuera, pero se topa con la desilusión. No hay indicios de que haya salido del cuarto, tampoco el típico aroma a café por la mañana.
En el ensayo, los músicos continúan en su diligente tarea de aprenderse las canciones, de reverso, de en medio, desde cualquier segmento del pentagrama, hasta el cansancio. Pero algo les inquieta a todos, y es lo ausente que se muestra Santiago. En ningún momento los ha detenido, perdido en su libreta, con el bolígrafo en mano, dándose golpecitos en la cabeza.
Necesita un plan convincente para que ella se quede, y aunque parezca sencillo, a él se le funden las neuronas al no saber qué ofrecer. Le parece surreal que no sea suficiente. También detesta esa imagen lamentable de héroe que según quiere dar. No puede prometerle nada, no es capaz de asegurar algo que no existe dentro de él. Considera demasiado pronto para jurar un “te amo”, pero le urge encontrar alguna otra promesa que tenga un peso similar. Lo cierto es, que no es tan idiota como todos creen, también puede darse cuenta de como lo afecta la soledad, empujándolo a la desesperación. Deja caer el bolígrafo en la mesa, acompañado de un suspiro que le hace bajar los hombros, ha cometido un gran error y no sabe cómo enmendarlo. No debió dejarse llevar por el deseo, y ceder al ansia de tenerla cerca, a solas, solo para él. «Maldita codicia» repite la voz en su mente, mientras cierra la libreta y da por terminada la sesión, sin haber logrado concretar nada.
—¿Todo bien? —Manuel se le acerca—. Parece que estás en otro lugar.
Santiago se da cuenta de cómo todos lo miran con extrañeza. Ha sido demasiado obvio.
—Nada —responde—, atando teorías y conspiraciones.
—¿Qué? —Uno escupe, sin querer, ante la rara confesión.
—¿A qué te refieres? —Manuel vuelve a preguntar, esta vez sin la preocupación de antes.
—Que me cuesta conseguir un evento antes del festival —aprovecha su estrés para mostrar una falsa postura de interés—. Supongo que tenemos un extraño bloqueo. —Mira la hora, ansioso por volver.
—Bueno, nada nuevo —concluye Manuel.
—Sí, tenemos que dejar nuestras almas en ese festival —Omar vuelve a recalcar.
—A veces hay que ceder —dice Rylan.
—¿A qué te refieres?
—Tengo la ligera sospecha de que, este ser, no encuentra algo a su altura, pero digo, no importa cual sea… —responde.
—Tampoco deberíamos perder nuestra primera impresión en un bar.
—¿Por qué no? —Uno se alegra—. Podría ser en el mismo bar de siempre.
—Nah —Omar se sacude—. Aleja las malas vibras, volver ahí es una regresión, no un avance.
—Concuerdo.
—Veré que puedo hacer —Santiago se dispone a recoger sus cosas—. Por ahora dejemos este ensayo aquí, tengo otro asunto pendiente.
Todos se miran las caras, es la primera vez que se va temprano, siempre se queda, asegurando todos los equipos y el orden del grupo.
—¿Y a este que le picó? —se pregunta Andrés.
—No lo sé —responde Manuel—. Quizás lo sepamos pronto —comenta con la sospecha de que debe estar tramando algo con respecto a la banda, porque sino, ¿qué otra cosa lo puede llevar a irse así?
El tráfico intensifica el estrés. Si no fuera porque ahora le toca cargar con equipos de un lado a otro, no usaría el auto. Apaga el reproductor, la música no le ayuda a pensar. Tiene unos pocos minutos para idear algo, lo que no ha podido hacer en toda la mañana. Pero, ¿qué más quiere ella? ¿De verdad prefiere seguir sola, y depender de la solidaridad y caridad de extraños, que seguir con él? Aunque sea un mes, debería intentar quedarse ese tiempo, considera. Esto se ha convertido en una negociación, una donde las partes tienen valores muy diferentes. En que mundo sin cordura entra la idea de que él no es suficiente. Le ofrece casa, trabajo, ayuda, a cambio de su compañía. No le parece una idea descabellada, como ella insinúa que es. «Limitaciones» se cuestiona. Por supuesto que tendrá que seguir rindiendo cuentas, seguirá siendo su jefe. Por supuesto que no puede reclamarle nada, cada quien es independiente, de cierta manera. Estaciona el carro, se lleva las manos al rostro en señal de frustración.
—Hamel —grita su nombre apenas llega. No parece haber señales de vida en el lugar.
El silencio es abrumador, ni un rastro de su aroma. Sobre el mesón se encuentran las rosas en un florero junto a un papel blanco, con algo escrito. Santiago siente un escalofrío. De inmediato entra en negación. En el papel doblado, que parece ser una carta, dice «lo siento». Lo toma y lo arruga, la rabia le gana por impulso.
—Hamel —toca la puerta del cuarto.
A la quinta vez de no responder, abre, encontrando la habitación vacía. Revisa los cajones, busca alguna señal que indique que seguirá acá, pero la noticia le cae pesada en el cuerpo. Se desploma, sentándose en la cama. Saca su celular del bolsillo, ubica su número, y se queda congelado viendo la pantalla. Desiste de la idea y lanza el móvil sobre el colchón.
Busca la botella que ayer refrigeró. Sin servirse, toma directo del pico. Busca esa carta, la estira como puede, como si quitarle las arrugas le quitará el sentimiento de amargura que le consume el pecho. La abre, desdobla la hoja, y las letras en tinta azul lo hacen cerrar los ojos. No puede leerlo, todavía le cuesta creer que se ha ido. Entra en el estudio, enciende la computadora y busca en las cámaras de vigilancia la escena. Retrocede la grabación, y mira como se fue por el ascensor con el mismo bolso con el que llegó. La hace caminar hacia atrás, observa cada uno de sus pasos: va de un lado a otro, de brazos cruzados, claramente luchando con la decisión que ha tomado. Escribe la carta, guarda el papel, regresa a acurrucarse en el suelo, se nota que estaba llorando. Pasó toda la mañana caminando como alma en pena por todo el apartamento, hasta que llegó a la decisión de irse.