Camina sin rumbo. En momentos como este ya no importa nada. ¿Comiste? ¿Te bañaste? Eso es un lujo o una tortura, depende de lo que represente. Cuando sientes que la vida no avanza, que se estanca, que tu existencia es vacía, que por más que te esfuerces no puedes hacer desaparecer el sentimiento de estar en el lugar equivocado. Cuando estás así, ¿qué importa lo demás? ¿Cómo se rompe ese círculo? Tu pecho se comprime al ver el daño que haces, pero no puedes detenerte, porque todas tus soluciones se vuelcan en una sola: desaparecer. ¿De dónde sale la fuerza para vivir? ¿Qué hace que una persona le sonría al día?, que quiera levantarse por la mañana, cuando nada cambia, y estás en una espera permanente de algo que no llega y no sabes que es. Existes porque aquí estás, eres algo material, pero, ¿no hay nada más? ¿Qué se supone que debemos hacer mientras llega el día en que acabe todo? Este es el monólogo interno y constante de Rylan. Palabras que ha compartido y otras prohibidas, porque pronunciarlas hiere. Porque quiere ser crudo, cansado de fingir interés, cansado de vivir para otros. Quiere decir lo que siente sin temor a ser rechazado, o peor, reprendido.
No entiende a los demás. Siente que su vida ya pasó, que en algún momento terminó y sólo quedó esto, este ser, que no sabe seguir, ni cómo vivir. Quisiera tener el valor para continuar, en cualquiera de las dos versiones, el valor para tomar la decisión, o el que le dé dirección. Pero las palabras de Hamel le quedaron escritas, ella le aseguró que aquellos que dan el paso no son valientes, que los que se quedan, los que continúan, esos son los verdaderos valientes. ¿Qué hay detrás de ese velo? ¿Por qué parece más fácil?, ¿quién está ahí presentando esa opción como la mejor salvación?
Demasiados pensamientos flotan alrededor de la noche, callada y sola, convirtiéndose en una laguna, o más bien un vórtice. A cada paso que da, puede sentir una idea pasar volando a su lado. «Estoy loco» se convence, quizás son los murciélagos, que planean bajo entre los árboles. Sería hora de volver, pero no puede, no después de grabarse la expresión de ella antes de partir, el dolor en sus ojos, suficiente para odiarse a sí mismo por lo que hizo. No merece volver, no merece nada.
Hamel termina de tender la ropa. Aprovecha el sol de la mañana para que las sábanas se sequen pronto. Qué sencillo era todo cuando tenía la secadora, y una lavadora funcional. El presupuesto no alcanza para reparar los equipos, la incertidumbre le hace pensar, tiene sus dudas de si podrá estar aquí por treinta años, por lo que parece, este lugar será cerrado y todo cambiará, de seguro la reasignan, pero, ¿a dónde?
—Hamel —dice Rylan, acercándose, pero su hermana se asusta, le da la espalda y se tapa la cara.
—Ay no… ¿estoy teniendo alucinaciones?
—Hamel por favor. —Le da un golpe suave en la cara con su dedo.
—¿Qué haces aquí? ¿Por dónde entraste? —se percata que están en el patio trasero.
—Salté el muro.
—¿Estás demente? Me van a regañar si te ven.
—Bien de la cabeza no estoy, eso lo sabemos. —Suspira agotado, ella lo observa juiciosa—. ¿Me prestas tu cama? Muero del sueño y…
—¿La mía? Creo que te alcanza de sobra para pagar la posada de al lado.
—No traje mi cartera.
—No entiendo qué haces aquí, y ahora tampoco comprendo cómo llegaste.
—Me hice el desorientado en la casilla policial de la estación y me regalaron un boleto de venida —sonríe, no está orgulloso de volver a usar las mañas de antes.
—¿Qué?, pero… —mueve los dedos, saca cuentas—. Alicia no sabe que estás aquí, ¿cierto? Discutiste con ella por culpa de Sara, ¿verdad? —Se golpea el rostro—. Rylan, ella no tuvo nada que ver, quien llevó a Sara al evento fui yo…
—No, no —sisea, pide amablemente que pare—. Por favor no más, ¿al menos me prestas para pagar la posada?
—Es que… es muy cara.
—Obvio, es la única en toda la zona.
—Vamos, sígueme, pero que nadie te vea. —Hamel se asoma en el pasillo exterior, asegurándose de que no haya nadie.
Al salir del cuarto, después de dejar a Rylan acomodado, le escribe un mensaje a Alicia, para regresar con tranquilidad a su rutina de trabajo.
—Hamel —la directora le llama la atención con tono amenazante. Ella se le acerca, cabizbaja—. Por lo menos dile a Rylan que salude —susurra—, espero no se quede por mucho, que nadie lo vea, que luego se esparcen rumores. Y si alguien te pregunta, dile que estás castigada.
—Pero ya no soy una niña —sonríe avergonzada.
—Te sigues comportando como una. —La anciana le regresa una sonrisa traviesa, fugaz.
Ya terminó todas las tareas pendientes, por lo que tiene un momento para descansar. Lo que estaba esperando con ansias, muere de la curiosidad por saber que hace su hermano acá, y por qué, de todos los lugares, decidió terminar aquí. El celular detiene sus pasos, ese nombre en la pantalla le pone los pelos de punta. Espera un momento, no sabe si contestar. Es obvio que está llamando por Rylan, y no por ella.
—¿Si? —contesta.
—Necesito que me ubiques al imbécil de tu hermano.
—A mí también me alegra escucharte.
—Hamel, no empieces —el tono de Santiago no suena diferente a lo usual, por su respiración puede deducir el estrés que tiene.
—Los amigos también se escriben y se hablan, o quizás ya no te hace falta mi amistad…
—No, no estoy para dramas…
—De malas, porque es mi número.
—Mira —hace una pausa, no tiene cabeza para negociar—, pídeme lo que quieras y te prometo que te lo llevo, pero ahora necesito ubicar a tu hermano con urgencia.
—Está dormido.
—Despiértalo.
—Le diré que lo llamaste —cuelga sin prestar atención a lo que él iba a decir. Le sabe mal dejarlo con las palabras en la boca, pero una parte de ella está convencida de que se lo merece.
Al entrar al cuarto encuentra a su hermano sentado, al borde de la cama.
—¿A qué hora te vas? —se sienta a su lado—, Santiago está rabiando por tu culpa.