Mar de Sales

Regreso a casa

Una vez tuvo una pesadilla que lo hizo caer de la cama, al suelo, apenas despertó. Uno de esos sueños donde no puedes gritar, miras fijamente los ojos oscuros que demandan tu atención, y aunque sabes lo que va a ocurrir, no puedes hacer nada más que esperar el momento en que se abalanza contra ti, los dientes afilados, que se clavan en tu piel, haciéndote despertar con el corazón a mil y la cabeza dando vueltas al tratar de entender en dónde está. Tenía la respiración entrecortada, la tensión baja, piel pálida, sudaba a mares. Se quedó allí, a un lado, casi debajo de la cama. Cerró los ojos y estiró la espalda en el suelo. Nunca se había sentido abatido de esa manera. Ese fue su peor momento, se quedó dormido mientras pensaba en qué posibles sitios podría ir a terminar de una vez con todos sus pensamientos. Pero la despedida duele más, quizás por el mismo daño que te causas al pensarlo, o puede que te frene la sola idea de decirlo. ¿Has intentado sacar de tu corazón las palabras que te hieren? Él no creía que lo ayudaría, en lo absoluto, por lo que decidió callar, sobre todo cuando escuchó la voz de su esposa llamándolo. Desde donde estaba logró ver las botas al pasar. Abrió la puerta buscándolo, dijo su nombre con una voz cargada de tristeza. Prendió la luz y, al no encontrarlo, la apagó de nuevo y salió. Lo llamó por quinta vez, para la sexta ya su voz no salía con normalidad. Pudo escucharla salir de la casa, para seguir buscándolo. Se maldijo ese día, se prometió que no la volvería a asustar de esa forma. No quería decirle donde estaba porque no quería quebrarse ante ella. Pero la promesa no duró.

Espera el tren en la estación. Tiene una melodía en la cabeza, que se repite junto a recuerdos que tenía bloqueados. No quiere pensar en lo que dirá cuando la tenga enfrente, los nervios lo atacan si lo hace. Fue fácil prometer que no volvería a escapar, pero es diferente cuando estás solo y con la cabeza llena de miedos. Tiene que ser un hombre, se supone que no lloran, que no se quiebran, resisten sin agobiarse, y enfrentan cada temor con fortaleza.

Lleva el teclado viejo consigo, envuelto en una bolsa negra. Por lo menos Hamel lo limpió antes de entregárselo. No vale ni unas pocas monedas, pero para él es mayor el valor sentimental.

—No era mi intención ignorarte —sopla al viento, el tren ha llegado, ya es hora de regresar a casa.

Deja caer los hombros ante la puerta. «Tengo que hacerlo por ella, necesita alguien que la cuide, no que le haga daño». Por un largo tiempo fue esa figura de apoyo para Hamel y la abuela; no sabe en qué momento se dejó consumir por el abismo, pero está seguro de que tiene que hacer todo lo posible por salir. Por ellas, no puede flaquear. «Ya no más, por favor» se dice y procede a tocar la puerta. Detrás, escucha el maullido de Papu. Suspira sonriente, la gatita sabe que es él.

—¡Amor! —Alicia se le arroja encima. El teclado, que sujetaba con una mano, apoyado del piso, se cae a un lado—. Ay lo siento, ¿qué era eso?

—No importa —la abraza con fuerza, hunde su nariz en su cabello y respira su aroma—. Lo siento amor, por favor, perdóname de nuevo —susurra, aferrado a ella.

—Siempre serás perdonado —un par de lágrimas recorren sus mejillas—, lo importante es tenerte conmigo. —No quiere despegar su rostro de él, su pecho ahora es el lugar más cómodo.

Rylan lo sabe, le acaricia el cabello a la espera de que quiera soltarlo. Aguanta el sol que le quema la espalda. Es pleno mediodía, siguen parados afuera, delante de la puerta, de la escalera, descubiertos al aire libre.

—Entremos —dice ella al fin, lo guía, tomado de la mano hasta el cuarto—. Por favor, espero no te molestes por esto.

—Espera, no me dejaste recoger lo que traje ni saludar a… —calla al ver la cama cubiertas de hojas escritas—. ¿Qué es eso?

—Imprimí muchas, por si acaso las rompes…

—No, no empecemos así, por favor —sale del cuarto, en busca del teclado.

Lo esconde detrás del mueble, la casa es pequeña y no hay espacio para más. Acaricia a Papu, y sonríe. Alicia lo mira desde la entrada del cuarto, con las manos en la cadera, molesta.

—Déjame llegar —pide con calma—, quiero estar contigo y no pensar en nada de eso, por favor.

—Tienes que leerla.

—Pero hoy no, ni mañana, ni pasado. —Se le acerca, levanta un mechón de su cabello y lo besa—. Hablemos de nosotros.

—Necesitas saber lo que ella escribió —le quita su mechón.

—Estás presionando algo doloroso para mí —susurra—, y de verdad, quiero que este buen ánimo me dure, por lo menos mientras estoy aquí —recuerda la charla pendiente con la banda, que ni siquiera sabe cómo les fue y si lo querrán ver.

—Y yo necesito saber que esto tiene solución…

—Lo sé, créeme que soy consciente del daño que te causé —se le hace un nudo en la garganta—. También sé que esto no se supera de un día para otro y si quieres desquitarte conmigo lo puedes hacer, pero todo menos eso.

—No, es eso o nada.

—Amor… —Pega su frente con la de ella—. Estaba pensando que no tenía que dejar de asistir a las terapias, y volveré, esta vez será diferente, te prometo que ahora si pondré más de mi parte.

—Me encanta oírte pero —le acaricia el rostro—, eso no te salva de leer esa carta.

—Bien, tú ganas, pero si me molesto…

—Tienes prohibido hacerlo —le desliza el dedo hasta la altura del abdomen—, vuelves a tener una rabieta de esas y me iré a vivir con mi madre. —Mete la mano bajo la tela—. Ninguno quiere eso, ¿cierto? No quisiera tener que olvidarme de esto —acaricia la piel.

—¿Qué clase de estrategia es esta? —ríe nervioso—. No sé cómo sentirme, si amenazado, seducido o conmovido…

—Cualquiera de las tres funciona —sonríe con picardía.

—Lástima que tenemos la cama abarrotada de cartas —bromea.

—Puedes romperlas si quieres, sirve como terapia.

—Relajante —comenta con sarcasmo.

En el cuarto, toma la primera carta que alcanza y la lee. Alicia lo observa de reojo mientras recoge las demás.




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