Mar en versión beta

Sal de ahí

Mila

Cómo extrañaba el ardor del agua salada en mi garganta. Tengo una relación de amor odio con el mar y no me gusta hablar de ello. Él ya me demostró que siente lo mismo llevándose un pedazo de mí, pero no puedo evitar regresar. Es como una fuerza que me atrae, eso sí con chaleco salvavidas, no se lo pienso poner fácil.

Podría quedarme tumbada aquí todo el día si el sol se tardara en irse. Estos tonos naranjas son imposibles de copiar, y lo digo después de haberlos buscado en tres estados diferentes.

Ni el rosa intenso del verano en Nueva York, ni el azul grisáceo del atardecer en Seattle, ni el cielo rojo casi violento de Phoenix se acercan al espectáculo de volver a ver el sol esconderse en casa.

Cuatro años estuve lejos. Parece poco, pero hay vidas que se rompen en una sola noche.

Aquel día no tuve tiempo de empacar recuerdos, solo miedo.

Mi madre y yo salimos en silencio, en un auto que no tenía destino, como si huir bastara para dejar atrás lo que dolía.

Ella decía que era lo mejor. Yo tenía trece años y demasiadas preguntas para entender.

Apretaba la maleta con las pocas cosas que me quedaban y giraba mi cubo de Rubik sin parar. No sé cuántas veces lo resolví esa semana, tal vez un récord personal de intentos por ordenar algo cuando todo se desmoronaba.

Esa fue la más difícil, la primera semana. Dormir en casa ajena hasta conseguir dónde vivir. En una ciudad que no dormía; teníamos eso en común.

Un año estuvimos allí hasta que mi madre decidió que mudarnos a Seattle era lo mejor para hacer buen dinero. Ese parecía el lema de dos almas que no paraban de huir.

El mismo motivo nos llevó un año más tarde a Phoenix y ahí cambió nuestra historia.

Mi madre ya iba a terapia y sus comisiones como agente de real estate eran cada vez mejores. Yo encontré amigos por fin, amigos que no conocían mi historia y por tanto habían visto mi mejor fase: la Mila centrada, natural e irónica a ratos, que se escondía constantemente detrás de una laptop. Si esa es mi mejor cara ni hablar de la peor.

Luego de dos años teníamos una vida que nos gustaba pero aún así nos sentíamos solas. El tiempo sanó nuestras heridas y mi madre había perdonado el pasado, aunque yo aún no podía. Así que decidimos regresar con los nuestros. A nuestra raíz.

Apenas ayer nos instalamos en la nueva casa. Mamá estuvo meses analizando el mercado y buscando opciones. Hasta que hace dos meses encontró el lugar que llamaríamos “nuestro”.

Así que sí, estoy feliz de volver. No en plan espiritual, sino porque por fin puedo respirar sin pensar en quién fui. Mamá dice que regresar es cerrar el círculo. Yo creo que es simplemente volver a lo que te hace sentir viva.

Incluso terminando noviembre el aire es tibio; eso tiene Driftwood: un pedazo de paraíso en el Sur de la Florida.

Las gaviotas gritan anunciando la noche que acecha pero yo no quiero levantarme, respirar esta calma antes de enfrentar la tormenta que viene es lo que me da fuerzas.

El agua choca suave contra mi tabla de paddleboard. No la puedo tocar, pero pronto volveremos a entendernos.

Todo parece exactamente igual.

Respiro.

Silencio.

Y justo entonces, porque la vida no me deja tener ni un minuto de paz, escucho el zumbido.

—Hey, no puedes estar ahí —una voz familiar; claro, tenía que ser esa voz—. ¡No ves las boyas o qué!

Me incorporo, emocionada. Ni a cien metros podría confundirlo.

Es él.

Kai.

Por un segundo espero ver al chico flaco y tímido que conocía. Al que me levantaba al viento hasta marearme y me hacía cosquillas hasta que mi risa despertaba a todo el pueblo. Pero este Kai es... diferente. Más grande, más musculoso, más... duro.

—¡Kai! —le hago señas, la sonrisa escapando antes de poder detenerla.

Me ve. Y algo cambia en su expresión. Se sienta de golpe.

—¡Sal de la reserva! —grita y enciende el motor.

El rugido del jet ski rompe el silencio y levanta olas a mi alrededor.

¿No me reconoció?

¿Ni un “hola”?

Sé que han pasado años, pero... verlo era uno de mis motivos de emoción al regresar.

Miro alrededor y entonces lo noto: las boyas, la línea que marca la reserva de manatíes.

Perfecto. Cinco minutos de regreso y ya rompí las reglas. Pero la peor no fue esa. Fue mirarlo otra vez y sentir, justo debajo del chaleco salvavidas, que todavía me puede erizar la piel incluso a cien metros de él.

***

Kai

No freno. Podría, pero no quiero.

Si lo hago, pienso en ella. No pienso en ella. Punto.

El motor ruge.

Más ruido, menos recuerdos.

Paso junto a Manu y Arlo, que me esperan cerca de la reserva.

—¡Kai! —gritan.

Sigo.

Los oigo encender los motores. Me siguen.

Freno de golpe en el muelle.

El silencio duele más que el viento.

Me quedo ahí, con los pies sobre el jet ski, las manos cubriéndome la cara.

No quiero ver que es real. Que volvió.

—¡Oye! ¿Te volcó una ola o qué? —dice Arlo, frenando a mi lado.

—Parece que viste un fantasma —agrega Manu.

No respondo.

Respiro.

Otra vez.

—Es Mila —digo al fin.

Se miran.

—¿Tu Mila? —pregunta Arlo.

—¡No es mía! —contesto rápido, bajando del jet ski.

—Ok, ok… —Manu levanta las manos. —¿Pero hablaste con ella?

—No. Le grité, para que saliera. Y cuando la vi… —trago saliva— no pude.

—Joder —suelta Arlo.

—Va a estar en el instituto —agrega Manu—. Probablemente en tu clase.

Cachetada directa.

Cuatro años. Y ahora vuelve.

Tendré que verla cada día. No me lo puedo creer.

—Ya sé.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunta Arlo.

—Nada. Ignorarla.

—Pero...

—No —corto a Manu.

—Bro, si eso quieres, pa'lante —dice Arlo, dándome una palmada—. Cualquier cosa, acá estamos.




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