La inauguración íntima del restaurante “Alma di Cioccolato” se planeó para un sábado por la tarde, justo cuando el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Alessia quería que ese primer momento fuese especial, algo que guardara en su memoria como un abrazo cálido, antes de abrir las puertas al público.
Su madre se encargó de las flores, llenando los rincones del lugar con pequeños arreglos silvestres de lavanda, romero y jazmín, mientras su padre ayudaba a colocar las velas sobre las mesas. La luz era tenue, suave, creando un ambiente acogedor donde los olores de pan recién horneado y dulces cítricos flotaban en el aire.
Con sus manos ligeramente temblorosas, Alessia ultimaba los detalles de cada plato, asegurándose de que todo saliera perfecto. Había elegido un menú sencillo pero lleno de alma: antipastos variados, pastas hechas a mano, y como broche final, su postre estrella: el pastel de chocolate oscuro con fresas frescas.
Los primeros en llegar fueron sus tíos, sus primos, algunos amigos de la infancia y vecinos que la habían visto crecer. Cada abrazo, cada palabra de aliento, cada sonrisa, alimentaba más su corazón que cualquier éxito profesional.
Durante la velada, Alessia salió de la cocina para saludar a cada uno, reírse con las anécdotas, brindar con una copa de vino tinto en la mano y los ojos brillando de emoción. Su padre, en un momento de la noche, pidió la atención de todos para hacer un pequeño brindis.
—A mi hija —dijo con voz orgullosa—, que ha sabido convertir su pasión en su camino, y que con cada plato, no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma. ¡Por Alessia!
Los aplausos llenaron el pequeño restaurante, rebotando en las paredes recién pintadas como una promesa de buen augurio.
Alessia apenas pudo contener las lágrimas. Apretó su copa entre las manos, cerró los ojos un segundo, y deseó, en silencio, que ese amor que ponía en su cocina pudiera alcanzar a quien más anhelaba volver a ver, aunque aún no lo supiera.
Y esa noche, bajo un cielo estrellado, mientras las últimas risas se apagaban en la calle, Alessia se prometió a sí misma que seguiría cocinando con el corazón, como lo había hecho siempre, esperando que algún día, quizá, alguien siguiera el aroma de sus sueños hasta encontrarla.
⋆ ❈ ⋆
Desde el día en que Matteo volvió de su largo viaje y encontró las puertas del restaurante cerradas, su vida parecía haber perdido un pequeño destello. No era capaz de explicarlo en palabras, pero el ritual de cada sábado por la noche, el postre de bizcocho , chocolate y fresas, la presencia silenciosa pero cálida de Alessia, habían dejado un vacío profundo en su pecho.
Decidió entonces volcarse por completo en su trabajo. Viajes, reuniones, cenas de negocios… Su agenda estaba más llena que nunca, pero no importaba cuánto corriera o cuán ocupado estuviera, siempre había un momento, una pausa breve, donde el recuerdo de una risa tímida o el aroma a fresas frescas lo atravesaba como una corriente tibia.
Durante meses, Matteo se convenció de que era lo mejor. Que las circunstancias, el destino, simplemente habían cerrado esa puerta, como tantas otras veces en su vida. Pero una tarde de primavera, todo cambió.
Salía de una pequeña cafetería, cuando de repente reconoció una cara entre la multitud: Leo, uno de los jóvenes que había visto tantas veces en el restaurante, siempre cargando bandejas, sonriendo entre los pasillos bulliciosos.
Matteo no dudó. Atravesó la calle con determinación y lo llamó:
—¡Leo! —su voz sonó más emocionada de lo que esperaba.
El joven se giró, sorprendido, pero al reconocerlo, sonrió con amabilidad.
—¡Señor Matteo! Qué gusto verlo.
Unos segundos incómodos se colaron entre ellos, pero Matteo, sintiendo una urgencia que no podía controlar, preguntó:
—¿Sabes qué pasó con Alessia? ¿Con el restaurante?
Leo bajó la mirada un instante, como buscando las palabras.
—El dueño… decidió venderlo —explicó—. Se mudó fuera del país. Alessia no tuvo otra opción que regresar a su ciudad natal. Está con su familia ahora.
La noticia golpeó a Matteo como una ola inesperada. Por un instante, el ruido de la ciudad pareció apagarse, dejándolo solo con el eco de esas palabras.
—¿Y sabes dónde… dónde exactamente? —preguntó, la voz más baja, cargada de algo que no se atrevía a nombrar.
Leo sonrió de manera cómplice.
—En Ravello, señor. Es un pequeño pueblo, pero muy hermoso. Creo que está planeando algo nuevo allí… No estoy seguro, pero sé que sigue cocinando.
Matteo agradeció con un apretón de manos rápido y un “gracias” apenas susurrado, antes de quedarse de pie en medio de la acera, sintiendo cómo su mundo, que creía haber ordenado a la fuerza, comenzaba a temblar de nuevo.
Esa noche, mientras miraba su pasaporte sobre el escritorio, una idea —no, una necesidad— comenzaba a tomar forma en su mente.
La decisión fue impulsiva, irracional incluso, pero Matteo no era hombre de medias tintas.
Si había algo que la vida le había enseñado era que algunas oportunidades, si no las tomabas de inmediato, se escapaban como el vapor de un café caliente en las mañanas frías.
Así que, en cuestión de días, con una maleta ligera y una determinación que no sabía que aún habitaba en él, tomó rumbo al sur, hacia la Costa Amalfitana, hacia Ravello.
El trayecto fue un poema en sí mismo. Desde la ventana del tren, Matteo vio cómo el paisaje iba mutando lentamente: los edificios grises de la ciudad se transformaban en campos verdes vibrantes, en laderas doradas por el sol, en olivares que parecían extenderse hasta donde la vista alcanzaba. El aire era diferente allí, más dulce, cargado de sal marina y flores silvestres.
Al llegar, Ravello lo recibió como un abrazo largo y antiguo.
El pueblo estaba encaramado sobre un risco, vigilando el azul interminable del Mediterráneo. Calles empedradas serpenteaban entre casas de colores cálidos —ocre, terracota, amarillo pálido— adornadas con balcones llenos de buganvillas en explosiones de magenta y violeta.