Matteo siguió caminando, atraído por aquel aroma que parecía jugar con sus sentidos.
Doblando una esquina, se encontró con una callejuela aún más estrecha, bordeada de paredes de piedra cubiertas de musgo y flores. El sol, ya bajo, colaba sus rayos dorados entre los tejados y tejía sombras danzantes sobre los adoquines.
Avanzó sin pensarlo demasiado, como si un hilo invisible lo jalara hacia adelante.
De pronto, frente a él, se abrió una pequeña placita rodeada de árboles de limones. Y allí, en el centro, un pequeño edificio de ladrillos claros, con ventanas grandes y una puerta de madera robusta. Un local sencillo pero encantador, con un letrero de madera tallada que decía:
“Alma di Cioccolato”
Las letras eran delicadas, casi tímidas, como una promesa apenas susurrada. Las ventanas abiertas dejaban escapar un olor tibio a masa horneada, chocolate derretido y fresas frescas. Matteo se detuvo, con el corazón desbocado, incapaz de moverse por un instante.
Entonces, la puerta se abrió.
Y allí estaba ella.
Alessia apareció con una bandeja entre las manos, hablando animadamente con alguien dentro. Llevaba un delantal beige manchado de harina y chocolate, su cabello recogido de manera descuidada, con algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro sonrojado por el calor de la cocina.
Se reía, esa risa ligera que Matteo había guardado como un eco en su memoria.
Cuando sus ojos se encontraron, el mundo pareció detenerse.
Alessia parpadeó, como si no pudiera creer lo que veía.
La bandeja tembló ligeramente en sus manos, y Matteo, reaccionando por instinto, dio un paso hacia ella.
—¿Matteo? —preguntó, la voz temblándole un poco.
Él soltó una risa baja, incrédula, y se pasó una mano por el cabello.
—Hola, Alessia —dijo, como si esas dos palabras pudieran contener todos los kilómetros recorridos, todos los silencios, toda la búsqueda.
Por un segundo, ninguno de los dos supo qué hacer.
Luego, casi al mismo tiempo, sonrieron.
Una sonrisa auténtica, desbordante, llena de todos esos sentimientos que nunca llegaron a decirse entre cucharadas de postre y miradas robadas en aquel restaurante lejano.
Matteo se acercó lentamente, dejando su maleta a un lado.
—Hueles a chocolate y a hogar —dijo en voz baja, apenas para ella.
Alessia soltó una risita nerviosa, bajando la mirada un instante antes de volver a mirarlo, como asegurándose de que no era un espejismo.
—No esperaba... no imaginé... —balbuceó, sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho.
—Yo tampoco imaginé... —Matteo sonrió, una de esas sonrisas que nacen del alma—. Pero aquí estoy.
El pequeño pueblo de Ravello siguió latiendo a su alrededor: el rumor de la fuente cercana, el canto de un pájaro, el aroma a tierra caliente. Pero para ellos, en ese instante, no existía nada más que esa pequeña placita, ese local lleno de sueños y ese reencuentro improbable, pero maravillosamente inevitable.
Alessia, aún con la bandeja entre las manos, dio un pequeño paso atrás y abrió más la puerta de Alma di Cioccolato.
—¿Quieres pasar? —preguntó con una timidez dulce que Matteo jamás le había visto antes.
Él asintió, sonriendo de forma suave, y entró.
El interior era acogedor: vigas de madera a la vista, mesas pequeñas de roble oscuro con floreros de lavanda fresca, un mueble repleto de distintos pasteles, y una barra donde descansaban tarros de galletas caseras. El aire estaba impregnado del aroma a chocolate tibio, canela y café recién hecho. Todo el lugar parecía un abrazo hecho espacio.
Alessia dejó la bandeja en la barra y, quitándose el delantal, se acercó a Matteo.
—¿Te gustaría sentarte? Aún no abrimos al público en la tarde, así que... —dejó la frase suspendida, encogiéndose ligeramente de hombros.
Se sentaron junto a una ventana que daba hacia la plaza. Desde allí, podían ver cómo el sol bañaba los limoneros en tonos dorados.
Por un momento, simplemente se miraron, compartiendo el silencio lleno de palabras no dichas.
—Este lugar... —comenzó Matteo, su voz cargada de asombro—. Es increíble, Alessia. Tiene tu esencia en cada rincón.
Ella rió suavemente, con ese brillo en los ojos que sólo se encendía cuando hablaba de su pasión.
—¿Sabes? —empezó, enredando las manos sobre la mesa—. Cuando volví aquí, estaba algo perdida. No sabía qué iba a hacer con mi vida... hasta que mi papá me dio la sorpresa más hermosa. —Se detuvo un segundo, recordando—. Una tarde me dijo que lo acompañará al pueblo, y de pronto me mostró este lugar. Lo había comprado tiempo atrás. Dijo que siempre supo que, algún día, necesitaría un sitio donde mis sueños pudieran crecer, y que era un regalo adelantado de cumpleaños.
Matteo la escuchaba como si cada palabra fuera una nota de una melodía que no quería perderse jamás.
—Me sentí tan... abrumada —continuó Alessia—. Era más de lo que jamás había pedido. Así que me dediqué a arreglarlo poco a poco. Cada mesa, cada lámpara, cada receta... —Se llevó una mano al pecho—. Todo lo he puesto con amor, pensando en los momentos felices que quiero regalarle a quienes crucen esa puerta.
Matteo apoyó los codos en la mesa, inclinándose un poco hacia ella.
—Y lo has logrado, Alessia. Desde que entré, es como entrar en tu mundo.
Ella bajó la mirada, sonriendo con un rubor tierno.
—¿Y tú? —preguntó entonces, alzando los ojos—. ¿Qué ha sido de ti, Matteo?
Él soltó un suspiro, cruzando las manos.
—Trabajar... trabajar mucho. Intentar llenar el vacío que dejaste cada sábado en aquella mesa. —Sonrió, un poco triste—. No funcionó. Y aquí estoy. Buscándote.
El corazón de Alessia pareció dar un salto enorme en su pecho.
Fuera, los últimos rayos del sol iluminaban el pueblo de Ravello en tonos ámbar y cobre, como si bendijeran aquel reencuentro inevitable.
La historia entre ellos comenzaba, por fin, a escribirse con sus propias manos.