Mas allá del plato

Capítulo 8

Matteo no lo planeó. No hubo grandes decisiones ni listas de pros y contras. Simplemente, después de esa primera noche, despertó en una habitación sencilla, en una pequeña posada familiar a unos pasos de la plaza central de Ravello, y supo que quería quedarse un día más.

Y luego otro.

Y otro.

Cada mañana, el aroma del café recién hecho, del pan horneado en casas de piedra, de flores frescas colgadas en balcones, lo acompañaban mientras caminaba por las callecitas empedradas. Los colores eran más vivos allí: el azul del cielo, el verde de las enredaderas, el ocre cálido de las paredes antiguas. Los viejitos sentados frente a las puertas, jugando cartas. Los niños corriendo con risas traviesas. El tiempo parecía tener otro ritmo en Ravello, uno que se ajustaba a su respiración sin que él lo notara.

Y siempre, inevitablemente, sus pasos terminaban llevándolo de vuelta al pequeño restaurante de Alessia.

Alma di Cioccolato se había convertido en su faro diario.

Al principio, llegaba temprano, con la excusa de "revisar el menú" o "probar el café". Alessia sonreía divertida cada vez que lo veía cruzar la puerta, fingiendo sorpresa.

—¿Otra vez tú? —decía, mientras escondía una sonrisa.

Él le ayudaba a poner mesas, a escribir pequeñas notas de agradecimiento que ella dejaba en cada cuenta, a llevar cajas de frutas frescas que llegaban del mercado. No hablaban siempre. A veces compartían silencios cómodos, como dos músicos que saben tocar la misma melodía sin necesidad de mirarse.

Cada gesto sencillo, cada palabra dicha y no dicha, iba construyendo algo entre ellos.

Alessia, por su parte, sentía su corazón vibrar de una manera nueva. Matteo traía consigo una calma que contrastaba con la vida agitada que había llevado en la gran ciudad. Su mirada intensa, su risa discreta, sus torpes intentos de cargar más cajas de las que podía sostener... todo en él se le colaba debajo de la piel.

A veces, mientras preparaba la masa para el pan de chocolate, Alessia lo espiaba, viéndolo escribir en su libreta, siempre en la misma mesa junto a la ventana. Se preguntaba en qué pensaría. A quién describiría.

¿La estaría describiendo a ella?

Esa idea le provocaba un cosquilleo en el pecho que no sabía cómo explicar.

Por las noches, cuando cerraban el restaurante, Matteo la acompañaba a casa, caminando despacio por las calles iluminadas por faroles antiguos. Hablaban de cualquier cosa: de los sueños de Alessia de expandir su menú, de los lugares que Matteo había visitado, de cómo un pequeño postre de bizcochuelo con chocolate y fresas había cambiado la dirección de sus vidas.

Cada paso que daban juntos, era como amasar algo invisible, algo que crecía en silencio.

Matteo no sabía cuánto tiempo se quedaría en Ravello.

Pero cada día que pasaba, se convencía más de que quería quedarse... no sólo en el pueblo, sino también en la vida de Alessia.

⋆ ❈ ⋆

Una tarde, Ravello se sumergió en una luz dorada, como si el sol se hubiera empeñado en pintar cada rincón con pinceladas de miel. El restaurante ya estaba cerrado al público; solo quedaban las risas lejanas del pueblo y el sonido del viento jugueteando con las campanas.

—¿Te apetece hacer algo especial? —preguntó Alessia, girándose hacia Matteo con un brillo travieso en los ojos.

Él dejó su libreta a un lado, sonriendo como si le hubieran ofrecido el mayor de los regalos.

—¿Qué tienes en mente, chef?

Alessia rió bajito y caminó hacia la cocina. Matteo la siguió, consciente de cada movimiento de ella, del ritmo suave de su andar, de la manera en que se recogía el cabello con una cinta sencilla.

—Vamos a preparar gnocchi al cioccolato —dijo ella, sacando los ingredientes sobre la encimera de mármol.

—¿Gnocchi... de chocolate? —preguntó, divertido.

—Es una receta especial de mi abuela. No es un postre ni un plato principal, es algo que... bueno, que sólo hacemos en momentos importantes —explicó, mordiéndose el labio, un poco tímida.

Matteo se acercó, tan cerca que podía ver las diminutas pecas en la nariz de Alessia.

—Entonces es perfecto —susurró.

Así que comenzaron.

Primero, Alessia puso a hervir papas hasta que estuvieron tiernas. Luego, juntos, las pelaron mientras aún estaban calientes, sus manos rozándose de vez en cuando, enviando pequeños destellos eléctricos entre ellos.

—Ahora hay que triturarlas —indicó Alessia, pasándole un prensapapas.

Matteo se dedicó a esa tarea mientras ella medía la harina y el cacao puro, mezclándolo con un poco de azúcar y una pizca de sal en un bol grande.

—¿Hueles eso? —preguntó ella, llevándole el bol a la nariz.

El aroma del cacao y el calor de las papas recién prensadas se mezclaban en el aire, envolviéndolos.

—Huele a hogar —murmuró él, sin apartar los ojos de ella.

Alessia bajó la mirada, sintiendo cómo el corazón le latía contra las costillas.

Después, juntos, vertieron la harina de cacao sobre las papas, formando un pequeño volcán, y en el centro, Alessia rompió un huevo. Con las manos, comenzaron a amasar, sus dedos chocando, enredándose en la masa tibia. Cada movimiento era una caricia disfrazada de trabajo.

—No tengas miedo de ensuciarte —bromeó ella, viendo cómo Matteo intentaba mantener las manos limpias.

Él soltó una risa auténtica, esa que Alessia había llegado a esperar cada día.

Una vez que la masa estuvo lista, la dividieron en pequeñas porciones, formando cilindros y cortándolos en pequeños trozos. Con el dorso de un tenedor, les dieron la clásica forma de los gnocchi.

Cuando todo estuvo preparado, los cocieron en agua caliente hasta que flotaron, para luego saltearlos en mantequilla derretida y espolvorear un poco más de cacao amargo encima.

El aroma que llenó la cocina era embriagador, cálido, casi íntimo.

Y entonces ocurrió.

Matteo, con un poco de cacao en la mejilla, levantó la vista y la encontró observándolo. No como una chef miraría a su ayudante. No como una amiga miraría a otro amigo.




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