Dos días después de ese primer beso, la vida en Ravello parecía tener un brillo distinto. Los pájaros cantaban de una manera que antes no habían notado, las calles estaban más vivas, y el aire parecía llevar un mensaje entre susurros.
Matteo apareció frente a la puerta de "Alma di Cioccolato" justo cuando las luces del restaurante se apagaban. Traía una flor pequeña en la mano, una margarita arrancada de algún jardín del pueblo.
—¿Te apetece salir? —preguntó, sonriendo de lado, como si supiera que ella ya había dicho que sí antes de que él siquiera preguntara.
Alessia, aún con las manos manchadas de harina, se mordió el labio, intentando ocultar su emoción.
—¿Eso fue una invitación o un secuestro? —bromeó.
—Digamos que... es una invitación muy insistente —Matteo le guiñó un ojo.
Ella se quitó el delantal, soltó su cabello y tomó su mano.
Caminaron juntos por las callecitas de Ravello, guiados por las luces amarillas de los faroles antiguos. La brisa del Mediterráneo acariciaba sus rostros mientras subían por uno de los tantos caminos empedrados que conducían a la cima del pueblo.
Llegaron a un pequeño mirador, uno de esos secretos que solo los locales conocen, donde se podía ver toda la costa brillando bajo la luz de la luna. El mar estaba tranquilo, extendiéndose infinito frente a ellos.
Matteo se sentó en un banco de piedra y la invitó a sentarse junto a él. No había grandes discursos, ni promesas apresuradas. Solo silencio cómodo y esa sensación de estar exactamente donde tenían que estar.
—¿Sabes? —dijo Matteo, rompiendo el silencio—. Nunca pensé en quedarme en un lugar como Ravello.
Alessia lo miró, con una ceja levantada.
—¿Y qué te hizo quedarte?
Matteo giró la cabeza hacia ella, sosteniendo su mirada.
—Un plato de chocolate... y la mujer que lo preparó.
Alessia rió, pero su risa era temblorosa, llena de emoción.
—Vaya... entonces debo cuidar bien mi receta.
—Es tu sonrisa la que me tiene atrapado, Alessia —admitió él, su voz más baja, más seria—. Y todo esto... —hizo un gesto al pueblo, al mar, a la noche—. La vida aquí. Es como si cada día estuviera aprendiendo a respirar de nuevo.
Ella lo miró, sintiendo su pecho llenarse de algo cálido. Algo que no se atrevía a nombrar todavía.
—Matteo... yo... —sus palabras se enredaron.
Él colocó un dedo sobre sus labios.
—No tienes que decir nada ahora. No quiero que nada de esto sea apresurado. Quiero construirlo contigo. A fuego lento, como nuestras recetas.
Alessia sintió un nudo en la garganta. Él lo entendía. La entendía.
Matteo entrelazó sus dedos con los de ella, apretándolos suavemente.
—¿Te parece si empezamos así? Una cita, cada semana. Sin expectativas, sin prisas. Solo... nosotros.
Alessia asintió, con una sonrisa que parecía iluminar más que la luna.
—Me parece perfecto.
La vida juntos, a fuego lento...
La "cita" se convirtió en un ritual. Cada semana, cerraban el restaurante una noche antes, se tomaban de la mano y se perdían en el pueblo, en sus plazas, en sus secretos.
Algunas noches eran para probar comida callejera, otras para bailar con la música de algún festival local, y otras simplemente para sentarse bajo las estrellas y hablar de la vida, de los miedos y de los sueños.
Matteo se enamoraba de Ravello un poco más cada día... pero se enamoraba de Alessia mucho más rápido de lo que estaba dispuesto a admitir.
Ella, por su parte, se dejaba llevar por esa sensación de calma que él le traía. Un amor que no exigía, que no apuraba, que la dejaba ser ella misma.
Ambos sabían que estaban construyendo algo.
Algo que solo podía saborearse lentamente.
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Desde la llegada de Matteo, la vida de Alessia había cambiado de una forma tan natural que apenas lograba notarlo, como el lento brotar de una flor en primavera.
Cada día, después de la jornada en el restaurante, Alessia se encontraba esperándolo casi sin darse cuenta. A veces, él aparecía cargando frutas frescas del mercado; otras, simplemente traía una taza de café para compartir. Y algunas veces, solo llegaba con una sonrisa tímida que le bastaba a Alessia para que el mundo pareciera en orden.
El restaurante, "Alma di Cioccolato", ahora tenía más vida que nunca. Los clientes no solo venían por el sabor, venían por el ambiente, por la risa ligera que Alessia soltaba cuando Matteo se le acercaba demasiado, por las miradas cómplices que no podían esconder aunque lo intentaran.
Ella, que antes caminaba con paso ligero y cabeza baja, ahora se movía como si flotara, con una felicidad tan sutil que impregnaba todo el lugar.
Su padre, Marco, lo notó primero.
Una tarde, mientras Alessia decoraba una vitrina con dulces nuevos, Marco la observó en silencio. Vio cómo sus mejillas se encendían apenas Matteo cruzaba el umbral del restaurante. Cómo sus ojos, esos mismos ojos que había visto tristes tiempo atrás, ahora brillaban como estrellas.
Decidió no decir nada, simplemente sonrió para sí mismo.
Pero esa noche, mientras lavaban los platos juntos en la cocina de casa, Marco no pudo evitarlo.
—¿Sabes? —dijo casualmente, pasando un trapo por un vaso—. Me alegra verte así.
—¿Así cómo?— Alessia lo miró, con la frente arrugada.
Marco soltó una carcajada baja.
—Como cuando eras niña y veías fuegos artificiales por primera vez. Con esa mezcla de asombro y felicidad que no puedes esconder aunque quieras.
Ella se sonrojó, bajando la mirada, concentrándose más de la cuenta en secar un tenedor.
—Papá...
—No tienes que decir nada, tesoro —interrumpió él, con una ternura infinita en su voz—. Solo quiero que sepas que me hace feliz verte feliz. Y que, a veces, los mejores regalos que nos da la vida llegan cuando dejamos de buscarlos.
Alessia parpadeó, conteniendo las lágrimas que amenazaban con escapar.