El beso se disolvió lentamente, como la miel tibia que se escurre entre los dedos.
Pero la magia que había nacido entre ellos no se rompió; simplemente se transformó en algo aún más dulce y profundo.
Se miraron por un largo instante, como si hubieran cruzado una puerta invisible.
Una puerta que ninguno de los dos quería volver a cerrar.
—¿Seguimos cocinando? —preguntó Alessia, sonrojada, con una pequeña risa nerviosa.
Matteo le acarició la mejilla con el dorso de su mano, con una ternura que le erizó la piel.
—Claro... aunque —añadió con una sonrisa torcida—, creo que ahora nada de lo que hagamos podrá superar ese momento.
Alessia soltó una risita, bajando la mirada, y volvió a concentrarse en la masa.
Trabajaron hombro a hombro, sus cuerpos rozándose de forma natural, sin la torpeza de antes, como si el beso hubiese suavizado cualquier barrera entre ellos.
Matteo fundió el chocolate en una pequeña olla al baño María, mientras Alessia untaba una base de bizcocho que habían preparado con el batido anterior.
Luego, juntos, fueron colocando capas de fresas frescas, crema batida ligeramente endulzada, y el chocolate derretido que goteaba en hilos perfectos.
—Cuéntame más de ti —pidió Alessia de pronto, mientras alisaba la superficie del pastel con una espátula—. De tu vida antes de... bueno, de Ravello.
Matteo se apoyó en la encimera, observándola.
—Antes de Ravello, mi vida era una serie de aeropuertos, críticas de restaurantes y habitaciones de hotel impersonales —dijo, con un dejo de amargura—. Creía que eso era suficiente. Que llenar mi agenda de viajes y de catas de platos era todo lo que necesitaba.
Alessia dejó la espátula a un lado y se acercó un poco.
—¿Y ahora?
Él sonrió de medio lado.
—Ahora me doy cuenta de que me faltaba algo... Alguien. La vida sabe a poco si no tienes con quién compartirla.
Sus palabras la dejaron sin aire unos segundos.
—¿Y tú? —preguntó, queriendo también conocerla más—. ¿Siempre soñaste con tener un restaurante?
Alessia asintió, sus ojos iluminándose con una chispa especial.
—Desde niña. Mi mamá dice que antes de aprender a leer, ya sabía batir huevos. —Ambos rieron suavemente—. Para mí, cocinar siempre ha sido una forma de dar amor. No sé hacerlo de otra manera.
Matteo la miró con una intensidad nueva, sintiendo que cada frase de Alessia era un ladrillo más en la casa que, sin saberlo, estaba construyendo en su corazón.
—Entonces... —murmuró, acercándose a ella— creo que soy el hombre más afortunado del mundo. Porque cada plato que pruebo de tus manos, es como recibir una parte de ti.
Ella bajó la mirada, sonriendo tímidamente.
En silencio, terminaron de montar el pastel.
Era hermoso: un pequeño monumento al amor improvisado, con fresas rojas como corazones y hilos de chocolate formando remolinos.
Matteo se acercó, tomó un trocito con los dedos y lo llevó a la boca de Alessia.
—Para ti —susurró.
Ella mordió suavemente el trozo, sus labios rozando fugazmente los dedos de él, provocando un pequeño escalofrío que los recorrió a ambos.
La noche siguió envolviéndolos en un manto tibio de confidencias, miradas cómplices y sonrisas que decían más que las palabras.
Era como si, en esa cocina cálida, entre risas y sabores, estuvieran comenzando a escribir su propia receta de amor.
La noche cayó sobre Ravello como una manta de terciopelo azul profundo, salpicada de estrellas titilantes.
El pequeño pueblo parecía suspirar en cada rincón, embriagado del aroma a limón y a mar lejano.
Después de limpiar la cocina, Alessia y Matteo no quisieron separarse aún.
El aire cálido y dulce los invitaba a quedarse afuera, a seguir compartiendo ese algo que se había encendido entre ellos.
—¿Quieres caminar un poco? —propuso Alessia, con una chispa traviesa en los ojos.
—Contigo, a cualquier lugar —respondió Matteo, con una sonrisa lenta, cargada de algo más que afecto.
Caminaron por las callejuelas empedradas, bordeadas de casas color terracota y bugambilias en flor.
Los faroles antiguos lanzaban una luz suave, dorada, que acariciaba los rostros y alargaba las sombras.
Pasaron frente a pequeñas tiendas cerradas, fuentes antiguas que murmuraban historias en el silencio, y terrazas desde donde podía escucharse la suave música de algún mandolino perdido en la distancia.
Alessia se detuvo en un pequeño mirador de piedra, desde donde se veía todo el valle bañado por la luz de la luna.
El mar, a lo lejos, era una lámina de plata líquida.
Se apoyó en la baranda, cerrando los ojos, dejando que el viento acariciara su rostro.
Matteo la observó, su corazón latiendo con una intensidad nueva.
Nunca había visto a alguien tan perfectamente en paz, tan naturalmente hermosa.
Se acercó despacio, sin romper el silencio.
—Nunca había sentido que pertenecía a un lugar —confesó en voz baja—. Hasta ahora.
Alessia abrió los ojos y lo miró, sus pupilas reflejando las estrellas.
—Yo... tampoco sabía que podía encontrar a alguien que me hiciera sentir así —susurró.
Matteo levantó una mano y le apartó un mechón de cabello del rostro, con una caricia que fue casi una declaración.
—Cuando estoy contigo, todo cobra sentido —murmuró—. Como si el mundo hubiera estado guardándote para mí.
Alessia sintió cómo la emoción le llenaba el pecho, desbordándose en sus ojos.
No dijo nada. No hacía falta.
Se acercó un paso más, hasta que sus cuerpos quedaron apenas separados por un suspiro.
Matteo inclinó el rostro, despacio. Y Alessia. Se quedó allí, temblando levemente, entregándose a lo que venía.
El beso fue diferente a los anteriores.
Más profundo, más consciente, lleno de promesas silenciosas.
Un beso que hablaba de futuro, de sueños compartidos, de una vida entrelazada.