Mas allá del plato

Capítulo 12

Habían pasado tres años desde aquella primera vez en la que Matteo había probado el primer postre de Alessia.

Y más de 1 año de caminatas bajo los limoneros, de citas improvisadas en callejones empedrados, de risas compartidas entre mesas de madera y platos humeantes.

El tiempo en el que Alessia había visto a Matteo echar raíces en su pequeño mundo.

Y, aunque no lo decía en voz alta, cada día se enamoraba más de esa vida simple, tejida con cariño, a su lado.

Matteo, en silencio, había estado preparando algo especial.

Durante meses, había caminado por las calles de Ravello, hablando con agentes, visitando casas antiguas con vistas al valle, buscando el lugar perfecto.

Quería darle a Alessia una prueba más de lo que sentía: un hogar, un verdadero hogar en el mismo lugar donde ella había soñado, donde ella había renacido.

Finalmente, encontró una casa de piedra, con persianas azules descoloridas por el sol y un pequeño jardín lleno de rosales salvajes.

Estaba a solo unas calles del restaurante.

Perfecta.

Tan imperfectamente perfecta como Alessia.

Con el corazón latiéndole en la garganta, arregló todo en secreto.

La compró, restauró cada rincón respetando su alma antigua, dejando que respirara historia y amor.

El día que decidió darle la sorpresa, el sol bañaba Ravello en una luz dorada y tibia.

Invitó a Alessia a caminar, como tantas veces lo habían hecho, fingiendo que era un paseo más.

—Tengo algo que mostrarte —dijo con una sonrisa enigmática, tomando su mano.

Ella lo miró, curiosa, mientras avanzaban por calles familiares hasta detenerse frente a la casita.

La fachada había sido restaurada con cariño, las flores trepaban por los muros, y en la puerta de madera había colgado una pequeña corona hecha de ramitas de olivo.

—¿Te gusta? —preguntó Matteo, notando cómo ella observaba cada detalle.

—Es preciosa... —susurró Alessia, emocionada—. ¿De quién es?

Matteo sacó una pequeña llave de su bolsillo y la colocó en su mano.

—Nuestra —dijo, con la voz cargada de emoción—. Compré esta casa para quedarme aquí. Para quedarme contigo. Para construir una vida juntos, si tú también lo quieres.

Alessia parpadeó, sintiendo las lágrimas arder en sus ojos.

—¿De verdad...? —balbuceó.

—Desde el primer postre, desde el primer beso, lo supe —continuó Matteo, acariciando su mejilla—. Mi lugar no es en una ciudad llena de ruido y soledad. Mi lugar... eres tú.

Alessia soltó una risa llorosa, abrazándolo con fuerza.

—Claro que quiero —susurró en su oído—. Siempre quise.

Se quedaron abrazados allí, en la entrada de su nuevo hogar, mientras el viento jugueteaba con los cabellos de Alessia y el perfume de los limones flotaba en el aire.

Era el inicio de algo hermoso.

Una promesa susurrada entre las piedras antiguas de Ravello.

Un hogar, no hecho solo de paredes y ventanas, sino de corazones entrelazados.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones para Alessia y Matteo.

Con cajas desordenadas, risas resonando en los pasillos vacíos y el aroma del café impregnando las paredes recién pintadas, comenzaron a transformar la vieja casita en su hogar.

Eligieron juntos cada detalle: cortinas de lino blanco que dejaban pasar la luz dorada de Ravello, una estantería repleta de libros de cocina, una vajilla de cerámica pintada a mano que Alessia había encontrado en el mercado local.

Matteo, torpe pero entusiasta, se empeñaba en colgar cuadros torcidos y armar muebles siguiendo instrucciones a medias, mientras Alessia, con una sonrisa encantadora, lo guiaba y corregía suavemente.

Cada rincón se llenaba poco a poco de ellos: de su historia, de sus risas, de sus silencios compartidos.

⋆ ❈ ⋆

Una tarde, cuando el sol comenzaba a teñir de naranja las calles empedradas, decidieron inaugurar su nueva cocina.

—Hoy no seguimos ninguna receta —anunció Matteo, colocándose un delantal que decía “Chef en entrenamiento”.

—¿Improvisamos? —preguntó Alessia, divertida.

—Improvisamos —confirmó él, guiñándole un ojo.

Abrieron la alacena, sacaron harina, fresas frescas del mercado, un poco de chocolate amargo, almendras y crema de leche.

Sin plan, sin prisa.

Alessia, con las manos cubiertas de harina, modelaba pequeñas tartaletas mientras Matteo derretía el chocolate, robando cucharadas cuando pensaba que ella no lo miraba.

Entre risas, Matteo terminó dejando un beso en la punta de su nariz manchada de harina, y ella, fingiendo indignación, le lanzó una pizca de azúcar glas al cabello.

El ambiente se volvió suave, íntimo.

Mientras las tartaletas se horneaban, inventaron una nueva crema: una mezcla de crema batida con trozos de almendra caramelizada y un toque de ralladura de limón.

—La vamos a llamar Crema Ravello —dijo Matteo, saboreándola con ojos cerrados—. Como nuestro refugio.

—Me encanta —susurró Alessia, mirándolo como si acabara de inventar el sol.

Cuando al fin se sentaron en la pequeña mesa frente a la ventana, probando su creación, se dieron cuenta de algo: no era solo el sabor exquisito, ni la textura perfecta... era el amor, la risa, la vida compartida, lo que la hacía tan especial.

—Prometo seguir inventando recetas contigo —dijo Matteo, entrelazando sus dedos con los de ella.

—Prometo seguir cocinando sueños juntos —respondió Alessia, con una sonrisa que iluminó toda la habitación.

La noche cayó sobre Ravello envolviéndolo en una calma tibia y perfumada.

Alessia y Matteo decidieron llevar una manta y una botella de vino al jardín trasero, donde las luces de las luciérnagas parecían estrellas danzando entre los olivos.

Se acomodaron sobre la manta, muy cerca, compartiendo el calor de sus cuerpos y el murmullo sereno del viento.

—¿Alguna vez pensaste en cómo sería tu vida perfecta? —preguntó Alessia, con la voz baja, mientras pasaba sus dedos distraídamente sobre la mano de Matteo.




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