El tiempo siguió pasando, tejido de pequeños días felices.
El restaurante de Alessia creció como un jardín bien cuidado, floreciendo con nuevos platos que ella y Matteo creaban juntos en tardes de risas y harina volando en la cocina.
Cada receta llevaba un pedazo de su historia, de sus sueños, de su amor.
Matteo se había convertido en parte fundamental no solo del restaurante, sino también de la vida de Alessia.
Era su compañero de ideas, su crítico más sincero y su apoyo incondicional.
Una noche, después de cerrar el restaurante, se quedaron limpiando la cocina bajo la luz tenue de los viejos faroles.
Alessia, con el cabello recogido en un moño desordenado, canturreaba una melodía mientras recogía unos platos, sin notar que Matteo la observaba en silencio, como si quisiera guardar cada pequeño detalle en su memoria para siempre.
Cuando ella terminó y se giró para mirarlo, lo encontró arrodillado en medio de la cocina, sosteniendo un pequeño anillo sencillo, pero hermoso, hecho de oro blanco con un diminuto diamante en forma de lágrima.
El corazón de Alessia dio un vuelco.
—Matteo... —susurró, llevándose las manos a la boca.
Él sonrió, esa sonrisa serena y profunda que solo tenía para ella.
—Desde el primer postre, desde la primera vez que cocinamos juntos, supe que había encontrado algo que no quería perder jamás —dijo, con la voz cargada de emoción—. Tú eres mi hogar, Alessia. Eres el ingrediente que no sabía que le faltaba a mi vida.
Tomó su mano con delicadeza, como si fuera un tesoro frágil.
—¿Te casarías conmigo? ¿Compartirías no solo esta cocina, este restaurante, sino también todos mis días y mis noches? ¿Mis sueños, mis errores y mis victorias? ¿Te quedarías a mi lado... para siempre?
Los ojos de Alessia se llenaron de lágrimas, brillando como estrellas.
Sin dudarlo, se lanzó a sus brazos, riendo entre sollozos.
—Sí, Matteo —susurró contra su cuello—. Claro que sí.
Se besaron entre cucharas olvidadas y migas de pan, en su cocina, su refugio, el corazón mismo de todo lo que habían construido.
Y mientras se abrazaban, sabían que la vida seguiría trayéndoles días buenos y malos, dulces y amargos, pero que mientras se tuvieran el uno al otro, siempre encontrarían el modo de hacer que todo supiera a hogar.
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La noticia del compromiso se esparció como perfume dulce por todo Ravello.
El pequeño pueblo, que había visto crecer su historia, ahora se preparaba para celebrar su amor.
Alessia quería algo sencillo, íntimo, lleno de significado.
Así que eligieron una vieja villa en las colinas, rodeada de viñedos y jardines de azahares, donde el aire siempre olía a flores y a tierra fértil.
La mañana de la boda amaneció con un cielo limpio, de un azul profundo que parecía bendecir la ocasión.
Alessia, vestida con un sencillo vestido de lino blanco bordado a mano, llevaba el cabello suelto, adornado con pequeñas flores silvestres.
Lucía radiante, con una sonrisa serena, mientras su padre la acompañaba hasta el jardín donde Matteo la esperaba.
Matteo estaba de pie junto a un arco hecho de ramas entrelazadas y flores frescas, con un traje color arena y los ojos brillando de emoción.
Cuando Alessia apareció, todo el mundo pareció desvanecerse para él.
Sólo existía ella, caminando hacia él, trayendo consigo la promesa de una vida construida a fuego lento, como un buen guiso que se cocina con amor.
El padre de Alessia le tomó la mano con ternura antes de entregársela a Matteo, que la recibió con dedos temblorosos de emoción.
—Prometo cocinar contigo, reír contigo, llorar contigo —le susurró Matteo cuando llegó su turno de hablar, sin necesidad de leer las palabras que había preparado— Prometo ser tu compañero en cada receta que inventemos juntos, en cada sueño que amasemos día a día.
Alessia, con lágrimas resbalando por sus mejillas, respondió:
—Prometo ser tu hogar, donde sea que vayamos. Prometo que cada plato que preparemos juntos llevará siempre una pizca de nuestro amor.
Sellaron sus votos con un beso tierno, rodeados de aplausos sinceros de sus amigos, su familia, y hasta los aldeanos curiosos que se asomaban entre los viñedos.
La celebración fue sencilla: mesas largas cubiertas de manteles de lino, platos de recetas familiares, vino local y música de guitarras rasgueadas al atardecer.
Matteo y Alessia bailaron descalzos bajo las luces de colores, girando y riendo como niños, sabiendo que aquella noche era sólo el primer capítulo de su nueva vida juntos.
Y así, entre risas, promesas y sabores, comenzó su verdadero "para siempre".
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Los primeros meses de matrimonio fueron como una nueva receta que perfeccionaban día a día: con amor, con risas, y con un delicioso caos.
Matteo y Alessia transformaron su pequeño hogar en un refugio de amor, de aromas cálidos y de historias contadas entre recetas.
Cada mañana comenzaba igual:
El aroma del café recién hecho impregnaba la casa, mientras Alessia amasaba pan casero, tarareando alguna melodía italiana.
Matteo, todavía medio dormido, entraba descalzo, la abrazaba por detrás y le dejaba un beso distraído en el cuello.
—Hoy vamos a sorprenderlos —decía Alessia, con los ojos chispeantes—. Quiero probar una receta de mi abuela: gnocchi rellenos de queso y trufa.
—¿Y de postre? —preguntaba Matteo, ya con la libreta de ideas en la mano.
—Algo sencillo, pero inolvidable... Como nosotros —sonreía ella, y juntos se ponían manos a la obra.
El restaurante creció, pero nunca perdió su esencia.
Nunca fue un sitio lujoso, ni quiso serlo. Era más bien un rincón donde la gente venía a sentirse en casa.
Los turistas que llegaban a Ravello no tardaban en oír hablar de aquel pequeño lugar donde los gnocchi sabían a nostalgia y los postres parecían abrazos dulces.
Con el tiempo, abrieron un pequeño huerto detrás del restaurante.