El papel estaba amarillento por el paso del tiempo, pero la tinta seguía intacta. Cada letra trazada con una caligrafía firme parecía resistirse al olvido, como si la misma carta supiera que aún tenía algo por decir.
Evangeline deslizó la yema de sus dedos por la firma al pie del escrito: Nathaniel Blackwood. Su padre. El hombre que hablaba de otra época con la melancolía de quien alguna vez habitó un sueño demasiado real.
La había leído muchas veces, pero esa noche parecía distinta.
Tal vez era el silencio del atardecer colándose por la ventana.
O tal vez era su corazón, que desde pequeña sentía que le faltaba algo que no sabía nombrar.
"No te he olvidado, Catherine. No creo que pueda. No importa cuántos años pasen. Hay amores que no entienden de tiempo, ni de razón. Vos fuiste —sos— ese amor.
Te busco en cada instante de silencio.
Te pienso en cada amanecer.
Y te escribo, porque aunque estés en otro siglo, quizás nuestras palabras se crucen en alguna grieta del tiempo… y nos encuentren otra vez."
Cerró los ojos.
Catherine. El nombre que había escuchado en susurros cuando su padre creía que ella dormía. El nombre que había encontrado en notas escondidas entre libros viejos. El nombre que, de algún modo extraño, parecía formar parte de ella.
Evangeline no sabía por qué sentía esa conexión con una mujer que jamás conoció.
Pero su corazón la llamaba.
Y, en el fondo, algo le decía que la historia de su padre aún no había terminado.
Aún no sabía que el tiempo, como la carta, había estado esperando por ella.