Más allá del tiempo

Capítulo 4

Evangeline caminaba al lado de Catherine con una mezcla de asombro y ternura. El jardín parecía sacado de un sueño: los rosales trepaban las paredes como si quisieran tocar el cielo, y los senderos de piedra crujían con un sonido suave bajo sus pasos.

—Él solía caminar por aquí cada mañana —dijo Catherine, casi en un susurro, como si no quisiera romper la magia—. Siempre con ese aire de no saber bien dónde estaba, como si el mundo le quedara grande... o ajeno.

Evangeline sonrió. Esa descripción le sonaba dolorosamente familiar.

—Eso no cambió con los años —respondió con dulzura—. Siempre pareció... un poco perdido.

Catherine asintió, pero su mirada se perdía en el pasado.

La condujo hasta una banca de hierro junto a la fuente.

—Aquí me leyó su primer poema —confesó—. No lo escribió para mí, dijo que simplemente... salió. Pero sé que era mío.

Evangeline se sentó a su lado. Sus dedos tocaron el borde de la banca, como si pudiera sentir la vibración de aquel momento antiguo.

—¿Cómo se escribía en tu época? —preguntó—. Él me decía que te escribía cartas, pero nunca encontré ninguna.

Catherine sonrió, con una tristeza cálida.

—Las tengo guardadas. Conservo cada palabra. Eran cartas largas, llenas de pensamientos que no podía decir en voz alta. En esta época se escribe como si el alma hablara… sin apuros, con pausa, con intención.

Sacó un papel doblado de su escote —uno amarillo, gastado, pero aún nítido—. Se lo tendió a Evangeline.

—Esta fue la última que me dio. Antes de que se fuera.

Evangeline la leyó en silencio, sintiendo cómo cada palabra de Nathaniel se convertía en una caricia al alma.

Luego, Catherine la llevó al salón de la casa. Allí, una vieja biblioteca conservaba los libros favoritos de Nathaniel, algunos con notas en los márgenes.

—Él anotaba cosas que no quería olvidar —explicó—. Frases, sensaciones, incluso palabras que no existían aún para nosotros.

Subieron al segundo piso, a la habitación donde él había dormido. Estaba intacta. Evangeline se quedó de pie en el umbral, en silencio.

—A veces me quedaba mirándolo dormir —dijo Catherine—. Tenía esa forma de respirar como si no confiara del todo en este mundo. Como si temiera volver al suyo sin querer.

La llevó también al lago, al invernadero, al reloj de pie que aún marcaba la hora en la que él se fue. Le enseñó cómo se vestía, cómo se inclinaba la cabeza al saludar, cómo se usaba un abanico para responder sin palabras.

—Todo eso él lo aprendió con nosotros. Con esfuerzo. Pero también con ternura. Porque quería quedarse, aunque supiera que no podía.

Evangeline tragó saliva. Cada rincón, cada gesto, era como descubrir un pedacito del hombre que había amado toda su vida… sin saber realmente de dónde venía esa tristeza en sus ojos.

—Gracias por mostrarme esto —dijo, con la voz quebrada—. Ahora entiendo mejor por qué papá hablaba de usted como si aún estuvieras viva en él.

Catherine le acarició el cabello con delicadeza.

—Tal vez lo estoy —susurró—. A veces, el amor sobrevive al tiempo. O se transforma en algo más fuerte: en huella.

Entrada del diario –

Hoy Catherine me mostró el mundo que mi padre intentó guardar en palabras durante toda su vida… y que yo jamás había podido imaginar del todo.

El jardín, la banca, la biblioteca, incluso su antigua habitación… Cada rincón me hablaba de él. No del hombre que conocí, sino del joven que fue cuando se enamoró por primera vez. Catherine no me contó una historia. Me la hizo caminar.

Vi cómo le brillaban los ojos cuando recordaba su voz. Me habló de las cartas, de su torpeza para usar modales de esta época, de su forma de mirar las cosas como si no le pertenecieran pero aún así quisiera quedarse.

Y por primera vez entendí de dónde venía esa nostalgia en papá. Esa forma suya de quedarse en silencio, como si el aire le trajera voces que ya no estaban.

Me entregó una de sus cartas. La leí con los ojos temblando. No sé cómo explicarlo, pero sentí que en cada palabra él hablaba de ella como si fuera parte del tiempo mismo. Como si su amor no necesitara presente, porque ya era eterno.

Ahora entiendo por qué nunca encontró paz. Porque dejó una parte de su alma aquí.

Y yo estoy empezando a dejar la mía también.

—Evangeline




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