Evangeline no podía dormir.
La habitación era amplia, iluminada apenas por la luz temblorosa de una vela. El silencio no era total: el crujir de la madera, el lejano canto de un grillo, y el golpeteo suave de su pulso hacían una sinfonía tenue que la mantenía despierta.
Había encontrado un pequeño escritorio junto a la ventana. Sobre él, una pluma antigua, un tintero seco y un cuaderno de tapas de cuero ajadas. No sabía a quién había pertenecido antes, pero algo dentro de ella le pidió llenarlo. Como si esas páginas vacías no esperaran cualquier historia… sino la suya.
Se sentó. Mojó la pluma con cuidado, como si aquello fuera un acto sagrado.
Y escribió.
No sé bien en qué momento dejé de pertenecer al tiempo que conocía.
Tal vez fue al tocar ese reloj antiguo. Tal vez fue cuando escuché por primera vez su voz.
Theodore.
No sé quién es realmente. Apenas si me ha dicho su nombre, pero hay algo en su forma de mirar que me deja sin aire. No es que sea hermoso —aunque lo es—. Es que hay una tristeza en sus ojos que conozco. Que reconozco. Como si él también estuviera buscando algo que no sabe nombrar.
Apoyó la pluma por un momento. Afuera, la noche estaba en calma. Pero dentro de ella, todo era un torbellino.
¿Es posible sentirse cerca de alguien sin conocerlo? ¿Sentir que tu pecho se ajusta por un extraño… como si tu alma ya hubiese memorizado su presencia?-
Suspiró, y siguió escribiendo.
-No puedo explicar esto. Y sin embargo, todo en mí quiere quedarme un poco más. Solo para entender por qué su nombre resuena en mi mente como si lo hubiese escuchado antes de nacer.
Theodore.
No sé si el tiempo juega a nuestro favor o en nuestra contra. Pero esta historia… ya empezó a escribirse.
Cerró el cuaderno con cuidado, como si al hacerlo guardara un secreto. Se quedó observando la vela consumirse, preguntándose si Catherine alguna vez sintió lo mismo. Si en esa misma casa, en un rincón parecido, otra mujer también había amado a destiempo.
Y por primera vez desde que llegó… Evangeline sonrió