El pasillo estaba extraño esa mañana. Un silencio pesado llenaba el aire, como si el tiempo mismo hubiera decidido tomarse un respiro. Las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos, sus ojos fijos, casi como si estuvieran observando todo lo que ocurría. Evangeline caminaba a paso lento, casi sin pensar en el destino de sus pasos, perdida en sus propios pensamientos.
La biblioteca había dejado de ser solo un lugar de estudio para convertirse en un santuario donde los ecos del pasado la acompañaban. Cada rincón parecía susurrar secretos, y cada página encontrada la llevaba más cerca de una historia que no podía dejar de sentir como suya. Las palabras de Catherine se habían convertido en su reflejo.
A lo lejos, una figura masculina apareció, interrumpiendo la quietud del pasillo. Evangeline levantó la mirada y vio a Theodore, su rostro familiar y a la vez misterioso. Aunque compartían un parentesco tan cercano, era como si algo en él le resultara ajeno, como si su alma y la suya estuvieran conectadas por algo invisible.
Él caminaba con esa elegancia tranquila que heredaba de su madre, pero sus ojos… sus ojos tenían una intensidad que recordaba más a su padre. Los ojos de alguien que llevaba dentro una carga silenciosa, un peso que ni él mismo comprendía.
Evangeline se detuvo en seco al verlo. Sus corazones parecían latir al mismo ritmo, aunque ninguno de los dos sabía por qué.
—Evangeline. —La voz de Theodore rompió el silencio con suavidad, como una melodía conocida. Su mirada era cálida, pero había algo triste en ella, como si él estuviera buscando respuestas que aún no llegaban.
—Theodore. —Respondió ella, sonriendo tímidamente. Algo en su pecho se apretó, una sensación de reconocimiento que no sabía cómo explicar. Sentía como si la historia de su familia fuera un laberinto del cual nunca podría escapar, y él, Theodore, era una de las piezas clave.
Los dos se quedaron en silencio por un momento, observándose como si trataran de encontrar alguna respuesta en los ojos del otro.
—¿Sabes? —Comenzó Evangeline, un poco nerviosa—. A veces me pregunto si todo esto tiene sentido. Esta casa, las historias, las cartas… Y tus ojos. Es como si ya los hubiera visto antes.
Theodore la miró por un instante, como si estuviera ponderando sus palabras. Luego, se adelantó un paso, acercándose a ella con esa calma que lo caracterizaba.
—Yo también siento eso. Como si las cosas que estamos viviendo no fueran realmente nuevas. —Dijo él, con una suavidad en la voz que la hizo estremecer—. Quizás hay algo más que no entendemos. Algo que nos conecta a todos, a cada uno de nosotros. Tal vez todo esto está escrito, de alguna manera.
Evangeline sintió que el aire entre ellos se espesaba. Sus palabras parecían tener un peso tan grande, tan antiguo, que no sabía si debía creerlas o si su mente simplemente estaba creando conexiones que no existían.
—¿Tú crees en esas historias? —preguntó ella, levantando la vista hacia él. Sus ojos buscaban los suyos, pero no encontraba respuestas, solo más preguntas.
Theodore sonrió, pero la tristeza en su expresión no desapareció.
—A veces… creo que las historias nos eligen. No nosotros a ellas. Y tal vez, Evangeline, tal vez esta historia nos ha elegido a ti y a mí. —Su voz se hizo más baja, como un susurro que solo ellos dos podían oír—. Puede que no entendamos el propósito de todo esto, pero siento que nuestras vidas ya han sido entrelazadas, como hilos que no pueden deshacerse.
Evangeline tragó saliva. En ese momento, sintió como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Como si los recuerdos de Catherine y su padre, las cartas y las hojas que había encontrado, se volvieran más que simples fragmentos del pasado. Todo lo que estaba sucediendo tenía un sentido más profundo, más misterioso.
Lo que no sabían era que, desde un rincón oscuro del pasillo, alguien los observaba. Con el alma anhelante, casi como si no quisiera dejar escapar ni un solo detalle de ese momento.
Catherine, de pie en la sombra de una de las columnas del pasillo, observaba la escena en silencio. Su corazón latía con fuerza. La hija de Nathaniel, Evangeline, tan parecida a ella… y sin embargo tan diferente. Y su amado hijo Theodore, tan parecido a Nathaniel, pero con una carga de tristeza que no había conocido hasta ese instante.
Catherine no podía dejar de mirar. Sabía que algo se estaba desencadenando. Algo que ni ella misma podía comprender por completo. Y aunque en su corazón había un dolor profundo, también sabía que todo estaba sucediendo como debía.
La historia estaba repitiéndose. De una forma u otra, los hilos del destino los unían una vez más.
Y, aunque el futuro de Evangeline y Theodore aún estaba por escribirse, Catherine sabía que, en algún lugar, las piezas del pasado estaban encontrando su lugar.