El aire tenía un aroma suave a magnolias y tierra húmeda. Era una tarde tranquila, lo suficientemente gris como para que el cielo pareciera dormido. Evangeline caminaba por los jardines del invernadero como si lo hubiese hecho toda su vida. El vestido que llevaba puesto pesaba un poco más de lo habitual, y el corsé apretaba su respiración, pero ya no se sentía tan ajena. Cada día se adaptaba un poco más a esa época, a esa realidad que aún no entendía del todo.
Hasta que lo vio.
De pie, entre los rosales marchitos, había un hombre. Su figura era delgada, erguida, su rostro sereno pero sus ojos… sus ojos parecían saber demasiado. La miró como si ya la conociera. No dijo una palabra al principio. Sólo la observó.
Evangeline apretó los labios y bajó la mirada, decidida a seguir de largo sin provocar conversación. Pero antes de que pudiera dar otro paso, él habló.
—Tu rostro... —dijo, su voz era como terciopelo desgastado—. ¿Cómo dijiste que se llamaban tus padres?
Ella se detuvo en seco. Se giró con lentitud, intentando mantener la compostura. Y aunque nunca había mantenido conversacion con nadie que no sea Theodore o Catherine desde que llegó, le respondió:
—Catalina mi madre —respondió con suavidad, sin pestañear—. Y mi padre se llama Nathaniel.
El nombre pareció cortarle la respiración al hombre. Sus ojos, antes calculadores, se abrieron apenas, como si hubiese escuchado un eco imposible.
—Nathaniel... —repitió casi en un susurro, más para sí que para ella—. Claro...
Y entonces, como si las piezas hubieran encajado dentro de su mente, la pregunta llegó. Fría, directa, como un puñal de hielo.
—Tú también viajaste, ¿verdad?
El mundo pareció detenerse. El corazón de Evangeline dio un salto en su pecho. Se obligó a mantener la expresión tranquila, aunque por dentro el pánico trepaba por su columna como hiedra venenosa.
—No sé de qué me habla —murmuró, fingiendo una sonrisa educada.
Él ladeó la cabeza. Su sonrisa no era amable. Era una curva oscura, como un secreto revelado demasiado pronto.
—Claro que no —respondió, dando un paso hacia atrás—. Nadie nunca sabe.
Y sin más, se alejó entre los rosales, como si nunca hubiera estado allí.
Evangeline no se movió por varios minutos. Su respiración era calma, pero sus pensamientos eran un torbellino. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo sabía sobre los viajes? ¿Quién más sabía?
Esa noche, mientras todos dormían, encendió una vela en su habitación prestada. Abrió una libreta robada de una biblioteca antigua, y comenzó a escribir un nombre que ahora no podría olvidar:
Ambrose Sinclair.
**
Ambrose Sinclair caminaba con lentitud entre las sombras del jardín de invierno. El mundo seguía girando como si nada hubiese cambiado, como si no hubiera agujeros invisibles entre los siglos, como si los nombres olvidados no pudieran regresar disfrazados.
Pero él sabía la verdad.
Desde hacía años —¿o eran décadas? ¿siglos?— el tiempo no era una línea recta para él, sino una espiral sin fin. Se había acostumbrado a reconocer los ecos, los reflejos de vidas pasadas en rostros nuevos. Pero la muchacha del vestido azul, con esa forma de mirar el mundo como si ya lo conociera, había sido un golpe certero. Un recuerdo encarnado.
Evangeline.
El nombre aún no se lo había dicho, pero Ambrose conocía la sangre. Y la de ella olía a Nathaniel Blackwood. La maldita ironía.
—Hija de ese imbécil... —murmuró para sí, ya de regreso en su estudio—. Como una herida abierta en el tiempo.
En un rincón polvoriento, abrió un pequeño cofre de madera tallada. Dentro, descansaba un reloj de bolsillo, idéntico al que una vez vio caer de las manos de un hombre que no debería haber estado allí. Lo giró en la palma. El mecanismo aún funcionaba, pero no era el tiempo lo que medía: era la condena.
Ambrose no era un hombre que olvidara.
Recordaba a Catherine. Sus cabellos oscuros como el luto, su forma de hablar como si todo el mundo fuese un poema triste. Y recordaba también cómo ella lo había rechazado. Por él. Por Nathaniel.
Nathaniel, que no era de ese mundo.
Y ahora, su hija había regresado. Otro error en el tejido del tiempo. Otra grieta que podía abrirse más si él quería.
Pero no era tiempo aún. No.
Ambrose era paciente.
**
Más tarde esa noche…
Evangeline recorría los pasillos de la biblioteca abandonada del ala este, con una vela en mano. Buscaba cualquier mención, cualquier sombra del hombre que la había enfrentado esa tarde.
Y entre viejos papeles, lo encontró.
Un retrato ennegrecido. Unos ojos fríos.
Ambrose Sinclair, rezaba la nota escrita al margen, con caligrafía antigua. Debajo, casi borrado, una frase:
"El que desafió el tiempo… y no murió."
Evangeline tragó saliva. El nombre ardía en sus pensamientos.
Ambrose.
Él sabía.
**
Evangeline caminaba hacia el estudio de Catherine, su mente iba a mil por hora. La imagen de Ambrose la acompañaba, como una sombra que no quería desvanecerse.
Cuando entró, Catherine estaba allí, sentada junto a la chimenea, una taza de té entre sus manos. El fuego iluminaba su rostro, suavizando su expresión seria, pero en sus ojos brillaba algo más: una curiosidad inquietante.
Evangeline, sin pensarlo, fue directa.
—Catherine… —empezó, su voz suave pero firme—. He encontrado algo. Y lo que más me atormenta es que creo que ya lo sabía.
Catherine levantó la mirada, sus ojos observando a Eva con la misma intensidad con la que había mirado a su propio destino, muchos años antes.
—¿De qué hablas, Eva? —preguntó, sin perder la calma.
Eva respiró hondo y, con manos temblorosas, sacó la imagen que encontro. La extendió ante ella, esperando la reacción.
Catherine tomó el papel lentamente, sus dedos acariciando las palabras como si las conociera demasiado bien. Leyó en silencio, y su rostro no mostró sorpresa, solo una profunda tristeza.