La noche había caído, silenciosa y templada, como si el tiempo se hubiera detenido un instante. Theodore no había dicho una palabra desde que Evangeline se había marchado. Su mente seguía repitiendo aquella confesión una y otra vez. No era de esa época. ¿Cómo era posible? ¿Cómo debía interpretarlo? Pero, sobre todo… ¿por qué le creía?
Esa noche, buscó a su madre. Catherine lo recibió en la sala con una taza de té, su mirada llena de ternura. A pesar de los años, conservaba ese brillo sereno en los ojos, como si supiera cosas que nadie más era capaz de comprender.
—Mamá… —empezó Theodore, sin rodeos—. Necesito hablar contigo sobre Evangeline.
Catherine dejó la taza sobre la mesa, con calma.
—¿Ha pasado algo con ella?
—Sí. Me dijo que… que no es de esta época. Que vino de otro tiempo. Y por extraño que parezca, mamá… le creo.
Catherine lo observó en silencio por unos segundos. Después, una sonrisa suave se dibujó en sus labios.
—Entonces te ha confiado lo más grande que lleva dentro —dijo con serenidad—. Yo también conocí a alguien así una vez, Theo. Alguien que vino de otro tiempo y cambió mi vida por completo.
Theodore frunció el ceño.
—¿Te refieres a…
Ella asintió.
—Nathaniel. Él tampoco era de aquí. Me lo confesó en secreto, con los mismos ojos llenos de duda con los que imagino que te miró Eva. Recuerdo lo que me dijo… “No sé por qué estoy aquí, pero cuando te veo, siento que tenía que estarlo”. —Catherine suspiró—. No fue fácil para él, ni para mí. Pero aprendí a mirar más allá de lo que comprendía. Porque a veces, el corazón sabe cosas que la mente no logra explicar.
Theodore tragó saliva. No había esperado esa revelación, y mucho menos la paz con la que su madre la contaba.
—¿Y tú creíste en él?
—Desde el primer instante. —Sonrió con dulzura—. Porque había algo en él que no pertenecía a este mundo, y sin embargo, parecía hecho para el mío.
Theodore desvió la mirada, pensativo. La imagen de Evangeline cruzó por su mente. Sus palabras, su expresión frágil, sus silencios… había algo en ella que no lograba encajar en ese mundo. Y, sin embargo, cada vez que la miraba, sentía que todo tenía más sentido.
—No sé qué hacer con lo que me dijo —confesó—. Pero tampoco puedo ignorar lo que siento. Porque... me parece fascinante. No solo su historia, sino ella. Es distinta. No como las demás.
Catherine le tomó la mano con ternura.
—Eso mismo sentí con Nathaniel. Y aunque la historia no fue perfecta… fue nuestra. Y eso la hizo eterna.
Theodore asintió lentamente. Algo dentro de él comenzaba a transformarse. Ya no era solo la historia de Eva lo que lo movía… era ella. Su fuerza, su misterio, su dolor y su luz.
Y por primera vez, lo supo con claridad: quería estar a su lado, incluso si aún no entendía todo lo que eso significaba.
**
Al día siguiente, la tarde caía lentamente sobre el jardín, tiñendo las hojas de dorado y las nubes de tonos suaves. Evangeline estaba sentada bajo el roble antiguo, con las manos cruzadas sobre las rodillas y la mirada perdida en el cielo. Desde que le confesó a Theodore su secreto, había algo más ligero en su pecho… aunque también, una extraña cercanía entre ambos que crecía en silencio.
Theodore se acercó con pasos suaves, cargando algo envuelto en papel crema.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó, con una sonrisa tranquila.
—Claro —respondió ella, haciéndole lugar a su lado.
Durante unos segundos, solo se escuchó el canto lejano de los pájaros.
—Estuve pensando —dijo él finalmente—. No sé casi nada de vos, Eva. Me contaste de dónde venís, pero no quién sos.
Ella lo miró con suavidad, sorprendida.
—¿Y qué querés saber?
—Todo lo que estés dispuesta a contarme —respondió con honestidad—. ¿Cuál es tu flor favorita, por ejemplo?
Evangeline sonrió de lado, como si no esperara una pregunta tan simple y, al mismo tiempo, tan bonita.
—Los tulipanes blancos.
—¿Por qué esos?
—Porque son delicados pero fuertes. Porque parecen sencillos, pero esconden elegancia. Y porque… me recuerdan a la esperanza. —Pausó— A que incluso en otro tiempo, algo puro puede florecer.
Theodore no dijo nada por un momento. Luego extendió el paquete que traía.
—Entonces, espero que estos te hagan sentir un poquito más en casa.
Evangeline abrió lentamente el envoltorio, y ahí estaban: un ramo de tulipanes blancos, frescos, perfumados, perfectos.
Ella los observó en silencio, con un nudo en la garganta. No podía recordar la última vez que alguien había hecho algo tan… íntimo, tan hermoso, por ella.
—Theo… no tenías que…
—Quería —la interrumpió con suavidad—. No sé por cuánto tiempo vas a quedarte, Eva. Pero mientras estés aquí… quiero que te sientas vista.
Ella lo miró entonces, y por primera vez desde que había llegado a ese siglo, sintió algo muy distinto al miedo. Sintió ternura. Calidez. Tal vez incluso, algo más.
Y sin decir nada, apoyó su cabeza sobre su hombro, cerrando los ojos un momento, mientras el viento jugaba con los pétalos de los tulipanes en su regazo.