El silencio reinaba en la antigua biblioteca subterránea, donde las paredes de piedra parecían guardar secretos que el tiempo no había logrado desvanecer. Entre estanterías polvorientas y artefactos cubiertos por sábanas, Catherine sostenía un cuaderno encuadernado en cuero desgastado. Las letras de Ambrose, firmes y obsesivas, llenaban sus páginas con fórmulas y diagramas extraños.
—Esto es lo que buscábamos —susurró ella, con el corazón golpeando su pecho—. El experimento… el origen de la brecha.
Evangeline se acercó, su pulso acelerado. Junto a Theodore, revisó los esquemas con creciente angustia. Era un mecanismo delicado, oculto en lo profundo del laboratorio de Ambrose, que mantenía la brecha abierta entre las épocas. Si lo destruían, cortarían la conexión… y todo terminaría.
—¿Qué pasa si lo rompemos? —preguntó Theodore, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.
Evangeline tragó saliva, sintiendo cómo el mundo se volvía más estrecho a su alrededor.
—Volvería a mi época —dijo—. Pero no podría regresar. Nunca más.
Un silencio cargado cayó sobre los tres.
Catherine dio un paso al frente, con los ojos brillantes por las lágrimas contenidas.
—Significa que… jamás te volveríamos a ver. Ni tú a nosotros.
Evangeline bajó la mirada. Su mente se inundó con los recuerdos: la primera vez que vio el jardín en flor; la noche que Theodore le tomó la mano temblando; la voz suave de Catherine contándole cómo amó a su padre sin poder retenerlo.
—¿Y si no lo hacemos? —preguntó Theodore, con la desesperación al borde de su voz—. ¿Y si hay otra manera?
—Ambrose está cerca de romperlo todo —respondió Catherine con dolor—. Está intentando llevar el experimento a su máximo potencial. Si no lo detenemos, puede arrastrar a ambos tiempos a un caos irreversible.
Evangeline se volvió hacia Theodore. Sus ojos se encontraron, y por un instante, no existió el pasado ni el futuro. Solo ellos. Solo esa conexión, tan antigua como inexplicable.
—Te encontré aquí, en otro tiempo —susurró ella—. Pero quizás no era para siempre… solo para enseñarnos algo.
—Yo no quiero aprender nada si eso significa perderte —dijo él, con la voz rota.
Ella lo abrazó, y fue un abrazo como los que se dan cuando el alma sabe que está diciendo adiós, aunque los labios aún no lo pronuncien.
—Quizás —murmuró Catherine, conteniendo las lágrimas—, el amor también es saber cuándo dejar ir.
Evangeline asintió, mientras sus dedos rozaban la tapa del cuaderno una última vez. El reloj de bolsillo colgaba de su cinturón, el mismo que había iniciado todo. Un tic-tac constante, como si contara los segundos hacia lo inevitable.
—Vamos a terminar con esto —dijo finalmente—. Y cuando todo acabe… prométeme que me recordarás.
—Nunca podría olvidarte —susurró Theodore, aferrándose a sus manos por última vez
**
El laboratorio temblaba con un crujido bajo y constante, como si la tierra misma resistiera lo que estaba a punto de suceder. Evangeline, con los labios apretados y la mirada decidida, sostenía una palanca oxidada en ambas manos. Frente a ella, el núcleo del experimento chispeaba con una energía azulada, vibrando al compás del reloj de bolsillo colgado de su cintura.
Theodore se mantenía a su lado, inmóvil, como si congelar el instante pudiera evitar que pasara. Catherine, unos pasos más atrás, observaba con los ojos llenos de emoción y resignación.
—Hazlo, Evangeline —dijo ella con voz suave—. Estamos contigo.
Evangeline asintió.
—Por ustedes. Por mi padre. Por todo lo que Ambrose robó.
Con un grito ahogado, descargó la palanca contra el corazón de la máquina. El vidrio se quebró con un sonido agudo, y un destello enceguecedor iluminó la sala. Las chispas volaron, el aire se volvió pesado, y por un momento pareció que el tiempo mismo se sostenía por un hilo a punto de romperse.
Y entonces, una voz fría y serpenteante se alzó en medio del caos.
—Qué escena tan conmovedora…
Ambrose Sinclair apareció en la entrada del laboratorio, su silueta recortada por las sombras. Vestía de negro, su rostro pálido y sus ojos encendidos por la furia contenida. Sostenía en una mano su característico reloj de bolsillo, idéntico al de Nathaniel, pero con el cristal agrietado.
—Así que al final elegiste el heroísmo. Qué aburrido. —Sus pasos resonaban con una calma cruel—. Pero no te emociones demasiado, querida. No regresarás de inmediato.
Evangeline se volvió, jadeando. El aire parecía más denso. Una presión extraña comenzaba a recorrerle los brazos, el cuello, como una brisa que no pertenecía a esa época.
—¿Qué… hiciste? —preguntó Theodore con voz áspera, interponiéndose entre Ambrose y Evangeline.
—Romper la máquina no cierra la brecha de inmediato —explicó Ambrose, acariciando el reloj en su palma—. Esa brecha se deshilacha lentamente, como un hilo que se consume por dentro. Al amanecer de mañana… ella desaparecerá por completo de este tiempo.
Evangeline sintió que el mundo se detenía.
—¿Entonces… tengo un día?
Ambrose sonrió, cruel.
—Veinticuatro horas. Ni un segundo más. Una última condena disfrazada de regalo.
Theodore dio un paso hacia él, con los puños apretados, pero Ambrose ya retrocedía, como una sombra que se disolvía en la penumbra.
—Disfruta tu última noche en el pasado, Evangeline Blackwood —musitó—. Recuerda cada segundo. Porque después… no quedará nada.
Y desapareció.
El silencio que dejó fue insoportable. Evangeline cayó de rodillas, temblando. Theodore se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza, como si pudiera retenerla con el solo deseo.
—Una noche… —susurró ella—. Solo una.
—Entonces será eterna —respondió él, y besó su frente con una ternura desesperada.
Desde la distancia, el sol empezaba a bajar. Y con cada rayo dorado, el tiempo se les escapaba entre los dedos.
**
La noche había caído como un manto pesado sobre la casa Ravensdale. Las flores del jardín dormían, y la brisa era suave, pero impregnada de ese silencio especial que precede a las despedidas. En el interior, las luces eran tenues. Todo parecía guardar respeto por lo que estaba a punto de suceder.