El amanecer asomaba lento, cubriendo la campiña con un velo dorado. Evangeline se despertó con el corazón latiendo extraño. Sabia que ya era hora, por lo que buscó un lugar para irse, y automáticamente en su cabeza se reprodujo una imagen del jardín.
Mientras caminaba por el jardín, entre las flores aún húmedas por el rocío, sus pasos la llevaron sin pensar hasta el banco de piedra donde había hablado por primera vez con Theo.
Allí lo encontró.
Él la miró y supo. Lo supo antes de que ella dijera una sola palabra.
—Hoy es el día, ¿verdad? —preguntó, con la voz rota en ternura.
Eva tragó saliva. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no quería derramar.
—No quiero irme, Theo.
Él se acercó, tomándole las manos con cuidado.
—Y yo no quiero que te vayas. Pero si es el tiempo el que llama… no podemos detenerlo.
Hubo un silencio lleno de todo lo no dicho. Y entonces, ella lo abrazó. Lento. Fuerte. Como si pudiera detener al reloj con solo tocarlo.
—¿Me vas a recordar?
—Siempre. —Theo sonrió, aunque sus ojos también brillaban—. Cada vez que vea un tulipán blanco, te voy a imaginar corriendo por este jardín.
Eva le rozó el rostro con los dedos. Como si memorizara sus facciones para siempre.
—Yo también te voy a recordar. Aunque pasen siglos. Aunque el mundo cambie.
Y en ese instante, la luz a su alrededor empezó a cambiar. Un leve zumbido llenó el aire. El reloj de bolsillo que había reparado comenzó a vibrar en su abrigo.
Ella retrocedió un paso. Luego otro.
—Adiós, Theo.
—No —susurró él, sin moverse—. Hasta siempre.
Y con un parpadeo, ella desapareció.
La brisa siguió moviendo las flores. El banco de piedra quedó vacío.
Y en el suelo, caído como un pétalo, había un tulipán blanco.
—Te recordaré —susurró—. Aunque el mundo lo olvide todo.
**
El silencio de la habitación era tan espeso que Theo casi podía oír el crujido de sus propios pensamientos. Estaba buscando un cuaderno viejo de su madre cuando tropezó con una tabla suelta del suelo, justo al lado del ventanal donde Eva solía sentarse a leer.
Algo lo impulsó a levantarla.
Allí, entre la oscuridad y el polvo, encontró un papel cuidadosamente doblado. Lo sostuvo con las manos temblorosas, como si ya supiera que aquello iba a doler.
Reconoció la caligrafía antes de leerla.
Evangeline.
Desdobló la carta y la leyó. Cada palabra era un eco, cada frase un hilo invisible que lo arrastraba de vuelta a cada momento compartido con ella.
"…un chico que sonríe como si el futuro no le diera miedo. Y a una mujer que ama con el alma rota y aún así no se rinde…"
Sus ojos se nublaron.
"…Si alguna vez lees esto, Theodore… gracias. Por no dejarme sola. Por escuchar. Por estar."
Se quedó inmóvil. Como si el aire mismo se hubiera detenido.
Ella le había escrito. No solo al tiempo. A él.
—También me amaste —susurró, apenas audiblemente, con una mezcla de asombro y dolor—. Aunque nunca lo dijiste en voz alta.
Se sentó junto a la tabla suelta, sosteniendo la carta contra su pecho. Y por un instante, el tiempo no importó. Ni el siglo. Ni la lógica.
Solo quedaba el recuerdo de ella.
Su risa, su voz, sus tulipanes blancos.
Y la certeza de que, aunque los separaran los años, había algo entre ellos que no obedecía las reglas de este mundo.